LA LEYENDA ÁUREA EN LA ESPAÑA POSFRANQUISTA

Julián Marías, uno de los pensadores más importantes españoles del siglo pasado (después de Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset), representa en el capítulo XV de su España inteligible (2002), la llamada conquista y colonización de América en los términos en que lo hizo durante el franquismo el historiador Ramón Menéndez Pidal; o sea, como si hubiera sido una epopeya heroica protagonizada por personajes homéricos quienes tenían como objetivo difundir el cristianismo e incorporar a pueblos bárbaros a la civilización occidental.

El filósofo presenta la expansión europea de los siglos XV y XVI como un acontecimiento histórico generado por una supuesta pasión renacentista, la que habría empujado a las naciones europeas a descubrir nuevos horizontes, una pasión que en ese entonces habría dominado de manera singular a los habitantes de la península Ibérica.

Marías, al igual que Menéndez Pidal, niega que haya habido razones económicas para que el reino de Portugal y el castellano organizaran las exploraciones a través del Atlántico. Pero no explica porqué entonces estalla una guerra en 1475 entre estos reinos cristianos, una guerra a la que puso punto final cuatro años más tarde el Tratado de Alcáçovas en el cual los dos reinos se reparten el Atlántico por primera vez y bajo la bendición del papa Inocencio VIII.

Este acuerdo traza un paralelo a la altura de las islas Canarias, lo que significa que los castellanos podrán explorar y conquistar las tierras que estuviesen al norte de esa línea, y Portugal podrá continuar navegando hacia el sur explorando la costa africana. Aparte de establecer la paz entre los dos reinos, el Tratado reparte los territorios en disputa: Portugal se queda con Guinea, Madeira, las islas Azores, Cabo Verde, Elmina y Flores mientras que al reino de Castilla se le reconoce la soberanía sobre las islas Canarias.

Si no fueron motivadas por intereses económicos las exploraciones que realizaban estos reinos, cabe preguntarse por qué los castellanos exterminaron prácticamente a la población de las islas Canarias o por qué Portugal establec puestos comerciales en la costa africana e inició el tráfico de esclavos hacia Europa.

La llegada de Colón a Las Antillas en 1492 desató un nuevo conflicto entre los dos reinos cristianos, dado que las tierras halladas por el marino genovés estaban al sur de la línea trazada por el Tratado de Alcáçovas; por lo tanto, los portugueses tenían derecho de conquista sobre los territorios comprendidos desde el sur de América del Norte a la Patagonia.

Con el fin de evitar una nueva guerra entre dos reinos cristianos, Fernando el Católico pidió la intervención del nuevo papa, Alejandro VI, quien en realidad se llamaba Rodrigo Borgia, probablemente el vicario de Cristo en la tierra” más corrupto y execrable de la historia eclesiástica. Uno de sus tantos hijos naturales”, Juan Borgia, llevaba el título de duque de Gandía y se había casado en 1493 con María Enríquez, prima del rey castellano.

Sea como fuere, en la villa de Tordesillas y con la intervención de Alejandro VI, se firmó el 7 de junio de 1494 el Tratado que despojó a Portugal de los derechos que le otorgaba el anterior acuerdo estableciendo una nueva división del Atlántico, es decir, un meridiano, que concedió al reino de los RR.CC, las regiones que en adelante se descubriesen al oeste de dicha línea y, para Portugal, las que se encontrasen al este. Pero estanea no solo dividió las aguas del Océano Atlántico sino que, por error o ignorancia, también atravesó una parte de tierra firme. De ese modo, Portugal pudo ocupar “legalmente” lo que hoy llamamos Brasil.

Tratado de Alcáçovas (1479)
Tratado de Tordesillas (1494)

Ahora bien, la rotunda afirmación de Marías y de otros historiadores— de que no hubo razones económicas para impulsar las exploraciones y descubrimientos” es desmentida por los documentos de la época. Así, por ejemplo, en las Capitulaciones de Santa Fe, firmadas el 17 de abril de 1492 entre los Reyes Católicos y Cristóbal Colón se especifican las condiciones económicas de la expedición y se otorgan grandes privilegios al navegante genovés. Colón es nombrado Almirante Vitalicio de las Mares Océanas, y se le concede también en forma vitalicia y hereditaria el título de Gobernador y Virrey de cuantas tierras descubriera. A Colón le correspondería una décima parte de las ganancias netas que produjesen las riquezas por él encontradas. Y también el derecho a contribuir con una octava parte en futuras expediciones así como el correspondiente derecho a obtener la octava parte de los beneficios.

La monarquía católica, que entonces no podía imaginar el resultado asombroso de la empresa iniciada por el marino genovés, no cumplirá con este contrato. Colón perderá gran parte de sus privilegios y beneficios y habría de morir sin llegar a saber la enorme trascendencia de su travesía atlántica.

Como también está documentado, Colón logró a duras penas reunir una tripulación mínima para su primer viaje y, de ahí que tuvieran que reclutar presidiarios. Entre los ochenta y siete marinos identificados había intérpretes de hebreo y de árabe, cuatro con una condena a muerte, pero ningún sacerdote. El origen de los tripulantes indica que esta expedición no se realizó con la intención de difundir el cristianismo; así también ha quedado explícita la empresa mercantil en el cuaderno de bitácora del marino genovés, y en las cartas que Fernando e Isabel dirigieron a príncipes y autoridades de Oriente presentando al Almirante.

En el segundo viaje colombino, si bien viajaron algunos eclesiásticos, la mayoría de la tripulación estaba compuesta por una hueste de guerreros con los cuales se trató de garantizar la posesión de los territorios ocupados. Sin embargo, en el texto de Marías no aparece duda alguna de cuál había sido el motivo principal de la empresa colombina. Por ello advierte a los lectores suspicaces que el descubrimiento y conquista de América no fue buen negocio para los que lo realizaron. Y afirma que los descubridores y conquistadores hicieron pésimo negocio: los más murieron, y los supervivientes, quedaron en la pobreza.

Según Marías, los propósitos de los invasores eran puramente idealistas. Y nos asegura que los padecimientos experimentados por aquellos aventureros hoy parecerían increíbles. En esta representación de los hechos, ni la codicia ni la ambición de obtener beneficios materiales constituyen una explicación suficiente: lo decisivo habría sido el espíritu de aventura, el deseo de realizar hazañas extraordinarias y el orgullo de pertenecer a una minoría capaz de grandes cosas. E insiste en la idea de que el objetivo era difundir el cristianismo.

En el ensayo del celebrado filósofo los europeos aparecen como los únicos capaces de construir la Historia. De ahí que reafirme la idea de que un mundo nuevo” fue descubierto para que entonces sea comprensible que los europeos se preguntaran si los habitantes de ese nuevo mundo podían haber estado en el plan divino de la Redención. Aceptarlos como seres racionales, fue, según Marías, dilatar el concepto de humanidad, y eso lo considera virtud de los españoles. Así revela el narcisismo cultural dominante en aquella época, pero también la pervivencia de esta visión de mundo a finales del siglo XX donde el filósofo celebra tal derecho” como si ello hubiera sido enorme mérito.

Cabe recordar que Marías obvia la prolongada discusión sostenida en el seno de la aristocracia europea acerca de la racionalidad de los indígenas. Ni siquiera la bula de 1537, en la que finalmente el Vaticano los reconoce oficialmente como seres humanos, logró disipar las dudas en algunos sectores de las elites europeas y de los colonizadores que continuaron tratándolos como bestias de carga.

Marías silencia que Colón zarpó del puerto de Palos para establecer una ruta marítima entre Europa y Asia con la intención de romper el monopolio musulmán sobre el comercio de las especias y, en vez, le atribuye a España una misión civilizadora. Esta representación retorcida de la historia la difundieron tempranamente los voceros de la monarquía española para ocultar el móvil puramente económico y, especialmente, para descalificar las múltiples denuncias sobre las crueldades y masacres cometidas por conquistadores y colonos. De tanto repetir tal mentira, se ha convertido en verdad la idea de que el fervor religioso, la eficacia y la originalidad fueron los elementos que posibilitaron la dilatación” de España. De este modo, el hundimiento de la culturas que habían florecido en Cem Anahuac, en Mayab, en los Andes, se representa como si hubiera sido una hazaña realizada por héroes homéricos. Y el mayor genocidio cometido en la época moderna se oculta olímpicamente./JCP


LITERATURA Y SUBVERSIÓN

Emplear la poesía o las obras de ficción como medio para alcanzar un fin extraliterario ha sido desde siempre un tema controvertido; incluso entre los que se apartan de la estética del arte por el arte hay quienes cuestionan la eficacia de la literatura como arma para cambiar el mundo y tildan de ingenuo a quien emplea su escritura para revelar las injusticias sociales.

No obstante, la poesía y las obras de ficción suelen ser consideradas como una amenaza potencial por los regímenes autoritarios. El poeta Heberto Padilla, en los años en que aún era una celebrada personalidad en la sociedad cubana de los años sesenta, escribía estos versos que, en su caso particular, serían premonitorios:

No lo olvides, poeta.
En cualquier sitio y época
en que hagas
o en que sufras la Historia,
siempre estará acechándote
algún poema peligroso.

Padilla sugiere que la poesía puede transformarse en una espada de Damocles que pende sobre los poetas en todo tiempo y lugar amenazando su seguridad. No puedo dejar de recordar las palabras que me dijo un oficial del ejército uruguayo en uno de los allanamientos a los talleres gráficos de Comunidad del Sur antes de llevarme encapuchado a su cuartel, allá por el año 1972: Un poema puede ser más peligroso que un fusil”.

En su obra La verdad de las mentiras (1990) Mario Vargas Llosa considera el tema de la literatura comprometida analizando la naturaleza y el papel que desempeñan las ficciones. Si bien en el ensayo que da título a este libro reconoce el papel de las novelas como pasatiempo individual e insiste en la idea de que funcionan como bálsamo para sobrellevar las frustraciones de la vida cotidiana, también destaca el carácter subversivo de cualquier obra de imaginación.

Para ilustrarlo nos recuerda la censura impuesta por el Santo Oficio a las obras de ficción en las colonias americanas. Según Vargas Llosa, al prohibir todo un género literario, los inquisidores establecieron como ley que las novelas siempre mienten en tanto que presentan una visión falsa de la realidad; también sostiene que aquellos censores comprendieron, mucho antes que críticos y novelistas, la naturaleza de la ficción y su propensión sediciosa.

No cabe duda que la Iglesia católica, instrumento fundamental de la política de la España Imperial, quería salvaguardar a toda costa la autoridad de la palabra escrita por temor a que se desvirtuaran las verdades evangélicas, y evitar así que los ‘bárbaros’ (que desconocían la mentira), confundieran fantasía y realidad y se propusieran combatir, al modo de Don Quijote, las barbaridades cometidas por los invasores. No obstante, el mérito de descubrir la potencialidad protestataria de la literatura no le corresponde a la Inquisición. Como se sabe, ya en la Antigüedad los filósofos griegos consideraban con suma desconfianza la influencia perjudicialque ejercía la poesía épica en las mentes juveniles.

Sea como fuere, el “peligro” de las ficciones radicaría, de acuerdo con Vargas Llosa, en que al falsear la realidad, si bien le abre al lector una puerta para fugarse de las frustraciones cotidianas, al mismo tiempo esas mentiras suelen contener verdades que difunden una visión del mundo contraria a la que domina en la sociedad despertando sentimientos de rebeldía contra las limitaciones impuestas por un orden social injusto.(1)

De ahí que, como decíamos al comienzo, en un régimen autoritario la poesía y la ficción se interpretan como una amenaza incluso cuando representan pautas de conducta que transgreden la moral establecida, como ha sido el caso de La Colmena analizado en El compromiso de la obra literaria. 

JCP
Estocolmo 2022

(1)

Vargas Llosa defendía hacia finales de los 80 que la mejor contribución de la literatura al progreso de la humanidad era recordarnos que el mundo está mal hecho. Seguramente sigue pensando que el mundo está mal hecho, pero desde la perspectiva del privilegiado, de ahí que se haya vuelto compadre de monárquicos y fascistas, y saque provecho de los paraísos fiscales.


EL AUGE DEL RELATO PROIMPERIAL EN ESPAÑA

Un ejemplo del auge del relato histórico proimperial en España es Imperiofobia y leyenda negra, obra de 500 páginas acogida con entusiasmo por periodistas, intelectuales y políticos tanto de extrema derecha como de la izquierda reformista. De Imperiofobia se han vendido más de cien mil ejemplares, y su autora, María Elvira Roca Barea, ha recibido La Medalla de Andalucía, galardonada con el Premio Los Libreros y nominada para el Premio Príncipe de Asturias.

Imperiofobia: la mentira como verdad

La razón del enorme éxito de este libro se debe seguramente a diversas y coincidentes circunstancias: la respetada editorial madrileña que avala la obra; el amplio apoyo de un sector de la élite cultural, entre ellos el Nobel Mario Vargas Llosa y el celebrado filósofo Fernando Sabater; el auge de la derecha populista y del fascismo en Europa; y, en especial, a las verdades que la autora postula, por ejemplo, que hay pueblos imperiales como España y EEUU, y pueblos subalternos, débiles y envidiosos que los han atacado desde siempre; o que el Imperio de Carlos V fue un dechado de virtudes y la leyenda negra un falsario creado por naciones inferiores con ayuda de personajes aborrecibles como fray Bartolomé de las Casas, a quien define como modelo del intelectual traidor, renegado y apóstata.

Para demostrar estas y otras afirmaciones apetecibles para ultramontanos y nacionalistas, Roca Barea se aboca a denigrar a humanistas e ilustrados, y a atacar a los Estados que aceptaron la iglesia reformada por Lutero y Calvino, quienes llevan en su memoria colectiva el adn de un odio visceral contra España, según esta celebrada académica.

Roca Barea sostiene que la Inquisición es un mito surgido en las guerras de religión, y siguiendo a Stephen Haliczer (profesor de la Universidad de Illinois), presenta las mazmorras del Santo Oficio como muy benignas, y justifica la tortura del “hereje contumaz”, ya que eran sesiones que no pasaban de 15 minutos, y siempre en presencia de un médico.

En la defensa que ensaya del Santo Oficio y en su ataque al Humanismo y a la Ilustración, la autora repite argumentos de los ultra nacionalistas católicos, de fascistas y monárquicos de todo pelaje. Y al igual que ellos, celebra la llamada conquista de América repitiendo las versiones de Menéndez Pidal, Julián Marías y Demetrio Ramos Pérez. Pero si los conquistadores por esas casualidades hubieran cometido acciones censurables, la autora lo soluciona con el tu quoque: todos en todo han sido mucho peores que los castellanos.

Roca Barea se suma, por tanto, al coro de quienes afirman que el genocidio padecido por los pueblos indígenas es un mito y, apostando al limitado conocimiento histórico de sus virtuales lectores, postula como el fundamento de los Derechos Humanos a las Leyes de Indias, otra de las grandes falsedades que enseña el relato establecido por los amanuenses del poder imperial. La autora silencia, por ejemplo, que esas leyes legitimaban el traslado forzado de poblaciones indefensas, la quema de sus aldeas y el sometimiento de los indígenas en régimen de servidumbre; silencia también las denuncias y testimonios sobre matanzas registrados por distintas autoridades enviadas a las colonias americanas por la propia Corona y, por supuesto, ignora la versión de los que fueron sometidos y sobrevivieron las masacres de los invasores. Todo discurso que no coincida con el discurso oficial del Estado español es, según ella, un ataque insidioso a la grandeza del Imperio de Carlos V. De ahí que justifique sus argumentos empleando supuestos artificios de los Estados que en siglos anteriores fueron enemigos de España:

Al ataque propagandístico no se responde más que de la misma manera, a ser posible de forma más ofensiva y más falsa.

Es lo que hace en su voluminosa obra surfeando en la ola de la extrema derecha populista; pero al menos es sincera, reconoce emplear el artificio atribuido a Joseph Goebbels, esto es: repetir mentiras para convencer de que son verdades irrefutables.

Como ha escrito José Luis Villacañas (catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid) en su obra Imperiofilia y el populismo nacional-católico, la capacidad de esta investigadora para falsear los hechos y los conceptos no tiene límites”.

Para Roca Barea, el hecho de que se hayan formado imperios a través de los siglos mostraría que son beneficiosos para la humanidad, y por ello los presenta como

un motor de cambio y transformación y, por tanto, de evolución crucial en la historia de nuestra especie en los cinco continentes.

En respuesta a la función mejorativa de los imperios que la autora presenta en forma reiterada silenciando siempre las consecuencia negativas, Villacañas, en estilo irónico, enumera algunas:

No producen violencia, invasiones, imposiciones, destrucciones de culturas, desplazamientos en masa de gentes, cambios drásticos del mundo, de la vida, militarismo, oligarquías proconsulares, explotación masiva, empobrecimiento, guerra defensiva, derrota, ruina.

El Imperio de Carlos V fue responsable de todo esto y mucho más, pero la autora emplea el argumento ad hominem contra quienes han señalado tales atrocidades, y califica a los críticos de personajes envidiosos. Así nos enteramos de otra de las grandes verdades reveladas por la autora: los pueblos subalternos que critican a los pueblos imperiales lo hacen porque padecen un complejo de inferioridad, son antisemitas y racistas. Y afirma categóricamente que no hay ninguna diferencia sustancial entre lo que ella llama imperiofobia, antisemitismo o cualquier forma de racismo. Y, sin darse cuenta de tal disparate, critica duramente al Imperio francés y al inglés.

Como acertadamente observa Villacañas, no seremos racistas ni antisemitas si, al igual que Roca Barea, uno critica a los protestantes (o al francés por haber permitido la Ilustración), pero si uno critica a la monarquía católica españolaque expulsó a los judíos en condiciones trágicas y los exterminó como pueblo peninsular antiquísimo, entonces, por una extraña regla de tres, se es antisemita.

Imperiofilia: la crítica desde el eurocentrismo

El examen de Imperiofobia presentado por Villacañas es incisivo y brillante, como asimismo la crítica a los imperios y a la monarquía católica, pero su perspectiva no deja de ser eurocéntrica. Esta perspectiva se evidencia en el capítulo de su libro El imperio de América” donde se maravilla de la valentía de los conquistadores, de la riqueza cultural del orden colonial, y al pasar menciona el genocidio y el etnocidio de los pueblos originarios. Veamos, por ejemplo, cuando presenta su visión de la época colonial:

una dominación que sometía a ingentes poblaciones subalternas, una destrucción de formas de vida autóctonas, una aculturación general, una prohibición del comercio libre, una extracción masiva de materias primas, etcétera.

Sin duda, una descripción del etnocidio (es decir, destrucción total o parcial de la identidad cultural de un grupo étnico) que nunca suscribirían los defensores de la obra civilizadora de España. No obstante, describe a los pueblos originarios en el lenguaje del colonizador, esto es, como si fueran subalternos, y evita señalar que la “destrucción de formas de vida autóctonas implicó la masacre de poblaciones rebeldes y la muerte prematura de millones de seres humanos durante el primer siglo y medio del orden colonial.

Del mismo modo, cuando trata de explicar la hecatombe demográfica sufrida por los pueblos primigenios emplea una manera elegante de evitar el concepto de genocidio:

la implantación de la civilización hispana fue un trauma poblacional. En el ámbito de la región del Caribe los indígenas desaparecieron. México disminuyó su población de forma dramática. El Perú decayó menos por la propia complejidad del Tawantinsuyo.

Llamar trauma poblacional al descenso de la población que se ha estimado en 90% y en algunas regiones llegó al 100% es un eufemismo, como son eufemismos los verbos empleados para no mencionar el genocidio: los indígenas desaparecieron”; disminuyó su población” o decayó”.

Aunque tal vez a Villacañas le pese, en los silencios de su análisis resuenan ecos del discurso imperial ya que evita mencionar las guerras de conquista que significaban guerra de exterminio, el desplazamiento de poblaciones, el arrasamiento de aldeas y campos de cultivo o las condiciones infrahumanas de trabajo. En la cita siguiente estos hechos se ocultan con los sustantivos violencia” y exceso y, al igual que otros historiadores, recurre a la interpretación psicológica para explicar la hecatombe demográfica originada por el genocidio:

No hay duda de que las epidemias, la violencia, el exceso de trabajo, el tono vital depresivo, la carencia de horizonte existencial favorable, diezmaron poblaciones que en el altiplano mexicano eran muy numerosas.

Villacañas señala con claridad y contundencia el genocidio de los sefarditas en España, por ejemplo, cuando afirma que las elites cercanas a la monarquía católica hicieron todo lo posible por destruir hasta la última gota de sangre hebrea en España. Y también cuando observa la función represiva que cumplió la Inquisición que,

destinada a eliminar a los ricos e influyentes conversos, fue el complemento perfecto del exterminio del pueblo sefardita de tierras hispanas y funcionó de forma convergente con la expulsión de los hispanojudíos de 1492.

Pero cuando menciona el genocidio padecido por los indígenas, muestra enormes dificultades para describirlo con firmeza y claridad:

el genocidio inicial, resultante de la enfermedad, la conquista, la explotación y el trauma, dio paso a una vida nueva fruto de la adaptación, la voluntad de supervivencia y la resistencia.

Al enumerar las causas del genocidio, Villacañas pone en primer lugar las enfermedades y en segundo, la conquista. Es verdad, las enfermedades mataron posiblemente millones de indígenas. Pero los genocidios comenzaron con las guerras de conquista, y las enfermedades fueron una de sus consecuencias. Además, los genocidios no terminaron al finalizar “la conquista” sino que se prolongaron durante toda la época colonial.

Ahora bien, hablar de la conquistaes el artilugio que el relato imperial ha establecido para ocultar que fueron guerras de exterminio contra los pueblos que resistieron la invasión de los castellanos. Pero tal vez lo más sorprendente de la reflexión de Villacañas sea que deduzca un fruto positivo como consecuencia de los genocidios y de los etnocidios: una vida nueva.

No deja tampoco de sorprender cuando explica maravillado la capacidad increíble”, el coraje y valentía” que los conquistadores mostraban al

adentrarse en los territorios majestuosos de América. Claro que su coraje y valentía sobrecogen cuando uno imagina su vida de conquistadores [].

Este arrojo que hoy nos maravilla ya se había fortalecido por una práctica imperial previa en las guerras de Granada, en África, en Italia.

O sea, los corajudos conquistadores no invadían sino que se adentraban en los territorios de los pueblos originarios y, como cualquier nacionalista español, Villacañas se maravilla de tales proezas. Más adelante, en el mismo tono admirativo explica la praxis de los conquistadores:

Claro que no fue un azar que los estamentos hidalgos se expandieran por América. Como águilas, oteaban el horizonte para ver dónde podían aplicar su pericia militar, dispuestos a expandirse para extraer recursos fiscales, promoción social y honores, toda vez que ya no tenían más musulmanes en la península.

Cabe anotar que Villacañas emplea el concepto de expansión, tradicionalmente usado por los defensores de la conquista: no fue que España invadió y ocupó territorios ya habitados, sino que se expandió. Más adelante destaca la riqueza cultural de la sociedad novohispanaal caracterizar la formación de la sociedad criolla a lo largo del siglo XVII:

la vida en América gozaba de la complejidad de los actores letrados que existía en España. Obispos, religiosos tan diversos como dominicos y franciscanos, con sus tesis radicalmente distintas sobre la forma adecuada de evangelizar; jesuitas o agustinos, juristas, caballeros, terratenientes capaces de mantener el espíritu feudal hasta el siglo XX, todos estos elementos urbanos o rurales dieron a la sociedad novohispana una riqueza que supo expresarse en las formas normativas del barroco, dotándolo de una impronta popular única que todavía nos impresiona. Por ella alienta el alma popular de los artesanos indígenas.

Sin duda, los artesanos indígenas aportaron su talento en las expresiones del barroco colonial. Pero esta visión de la sociedad novohispanaoculta que era una sociedad estructurada en castas establecidas según el color de la piel; que los blancos y solo los blancos nacidos en España tenían el poder político, religioso y militar; que cualquier forma de evangelizar era en realidad una forma distinta de eliminar culturas indígenas y erradicar herejías”; que el espíritu feudal significaba poder opresivo ilimitado sobre los vencidos. En el mismo sentido positivo y a propósito de la España imperial, Villacañas sostiene:

En general, lo mejor que se puede decir del imperio español es que mostró la flexibilidad propia del desorden y el circunstancialismo propio del catolicismo para organizar un sistema de traducciones de las viejas culturas a las nuevas, permitiendo sorprendentes metamorfosis del mundo de la vida indígena que, en la medida en que mantenían las huellas poderosas de su mundo arcaico, sirvieron de profundo consuelo a sus portadores.

El autor no explica en qué consistió esa flexibilidad propia del desordenni de qué tipo de desorden se trataría. Tampoco queda claro en qué consistió ese sistema organizado por el catolicismo que tradujo las viejas culturas a las nuevasy que habría permitido sorprendentes metamorfosisculturales. ¿Estará describiendo la llamada incorporación de los pueblos indígenas a la modernización? ¿O estará hablando de la obra de los misioneros? En todo caso, ¿no sería más adecuado señalar que esa metamorfosis fue posible mediante el genocidio padecido por los pueblos originarios? ¿No significó acaso un gigantesco etnocidio la tal sorprendente transformación del mundo de la vida indígena? Porque en realidad, sucedió algo parecido con los sefarditas y los mahometanos que eligieron quedarse en España después de 1492, o sea, tuvieron que renegar de sus creencias y de su cultura y elegir la llave mágica del bautismo para ser aceptados en la sociedad castellana. Y también entonces, afirmarían los tradicionalistas castizos, el catolicismo organizó un sistema de traduccionespermitiendo el mestizaje con los cristianos viejos y con ello, el aporte enriquecedor de los cristianos nuevos.

Lamentablemente, la perspectiva eurocéntrica del catedrático de la Complutense parece haberle inhibido su agudeza crítica para señalar claramente el genocidio y el etnocidio padecido por los pueblos originarios del llamado Nuevo Mundo. Aún siendo así, en su análisis, no falto de humor e ironía, deconstruye la ideología reaccionaria de Roca Barea y la mayoría de las falsedades, olvidos y distorsiones históricas que difunde. De ahí que, con sobrada razón, defina Imperiofobia como un libelo populista malsano y dañino”.

JCP


COMPROMISO INDIGENISTA

EL FIN DE LAS GUERRAS de la Independencia a principios del siglo xix y la fundación de Repúblicas en los antiguos virreinatos no entrañó un mejoramiento de las condiciones de vida de los pueblos originarios; al contrario, la minoría criolla liberal que expulsó a los peninsulares del poder aplicó una política de despojo y destrucción sistemática de los pueblos que habían sobrevivido el dominio del imperio español.

En las nuevas Repúblicas, la minoría criolla se adueñó de todas las tierras y era la que ejercía todas las profesiones y funciones públicas, monopolizando así las expresiones culturales. Como ha escrito el crítico uruguayo Alberto Zum Felde en su obra La narrativa hispanoamericana, la población indígena era algo impersonal, como la tierra, para ser pisada y explotada.

La literatura indigenista ha sido producto de escritores latinoamericanos blancos y mestizos que emplearon la literatura como un medio para denunciar las condiciones de vida de los indígenas y promover cambios en los centros de poder. Se ha establecido el inicio de este género hacia finales del siglo xix, su resurgimiento en la década de 1920, y su apogeo hacia 1940. Son escritores que se apartan tanto del romanticismo como del modernismo y, siguiendo la huella trazada por Honoré de Balzac y Émile Zola, comienzan a representar en sus obras la explotación y exclusión social y política de los habitantes primigenios del continente.

Cuatro novelas del indigenismo
A Clorinda Matto de Türner (1854–1909) ―intelectual pionera de la lucha por los derechos de las mujeres en América Latina―, se la considera precursora de la novela indigenista por su obra Aves sin nido, publicada en 1889. El título, en realidad, no hace referencia a los indígenas sino al destino de dos mestizos, hijos “naturales” de un obispo. A partir de esa anécdota, la escritora y ensayista cuzqueña denuncia los abusos que sufre la población indígena a manos de gobernantes, eclesiásticos y agentes del sistema judicial criollo.

Pero no solo eso. Matto de Türner, aunque católica, asume un claro compromiso político y ético al revelar en su novela la opresión y los abusos sexuales que padecen las mujeres indígenas por parte de los representantes religiosos y políticos. Aves sin nido no sólo fue incluida en el índex de obras prohibidas por la Inquisición sino que además en diferentes ciudades del Perú fueron quemados públicamente por orden eclesiástica algunos ejemplares de la novela junto con el retrato de la autora.

El boliviano Alcides Arguedas (1879–1946) sería uno de los escritores que continúa desarrollando la temática planteada en Aves sin nido cuando en 1904 publica Wuata Wuara, novela que reelabora en el exilio y publica en 1919 con el título de Raza de bronce. Aunque la perspectiva de ambos escritores es similar, la actitud que asume la voz narrativa de esta novela es diferente a la empleada por Turner. La novela de la escritora peruana trata de despertar compasión en el lector hacia los sufrimientos del indio, mientras que la novela de Arguedas simplemente describe los atropellos que criollos y mestizos cometen contra ellos y, gracias a este recurso, el lector comprende la rebelión violenta de los oprimidos.

Como ya ha sido indicado por otros estudiosos, Raza de bronce está construida con elementos que caracterizan obras posteriores en las que se representa la opresión que padecen los primigenios habitantes de América del Sur; por ejemplo, se representa el tema del hacendado ausente, del administrador despótico, de la mujer nativa violada y de la reacción violenta de los indígenas.

No obstante, Arguedas percibe a los indígenas desde una perspectiva occidental y, como anotara Ingela Johansson en su estudio sobre el personaje femenino en la novela indigenista, Raza de bronce, representa a los indígenas en situaciones indignantes. Se ha interpretado, además, que Arguedas justificaría la opresión del indígena al no presentar un remedio a los males que lo aquejan. Pero aunque la voz narrativa de Raza de bronce represente aspectos de la vida y de la cultura indígena en forma negativa, el autor asumió un claro compromiso político a favor de los oprimidos al denunciar la explotación brutal sufrida por estos y representar la necesidad de la rebelión, lo cual le reportó persecución y años de exilio.

La denuncia de la opresión de los indígenas realizada por Arguedas desató una virulenta reacción en el seno de la sociedad criolla, a tal extremo que esta obra fue públicamente denigrada. Y es que en el seno de los sectores urbanos dominantes se percibía al habitante primigenio como una regresión que había que extirpar. Según la política oficial, el atraso, la pobreza y el desorden del país eran causados por el indígena. Solo eliminándolo se lograría el Progreso.

La actitud comprometida del boliviano Arguedas sería también asumida en la década de los años treinta en Ecuador por una generación de escritores que comienzan a reflejar en sus obras las injusticias sociales que experimentan en el seno de la sociedad. Son narraciones que no siguen los esquemas de la novela tradicional ni tampoco aparecen idealizados los protagonistas, la mayoría indígenas y mestizos.

De estos escritores el que alcanzó mayor notoriedad internacional fue Jorge Icaza (1906-1973), quien comenzó escribiendo obras dramáticas hasta que en los primeros años de 1930 abandona su carrera de dramaturgo para dedicarse a la narrativa. En 1933 publica Barro en la sierra, un volumen de cuentos en los que introduce temas y escenarios considerados propios de la llamada literatura indigenista. Con ellos continúa en su primera y más significativa novela publicada al año siguiente, Huasipungo. El título, de origen quechua, designa la parcela de tierra que el terrateniente otorga a familias indígenas (huasipungueros) a cambio del trabajo diario en las diferentes tareas agrícolas de la hacienda.

En la novela se personifican los vejámenes y el despojo que sufren los indígenas que viven en las parcelas de don Alfonso Pereira, pero también se revela la injerencia extranjera y las consecuencias negativas del Progreso, representado en la construcción de una carretera. El destino de los huasipungueros lo encarna la figura de Andrés Chiliquinga y su familia. Andrés vive acosado por la explotación y la desgracia: un accidente de trabajo lo deja semiinválido, se lo multa por perjuicios causados por una mala cosecha, su mujer muere intoxicada a causa de ingerir carne en mal estado. En su desesperación, Andrés comprende que la única alternativa que les queda a los huasipungueros es rebelarse contra los planes que tiene el terrateniente de desalojarlos de sus terrenos.

Icaza intercala diversos relatos en los cuales representa, por un lado, el poder de los hacendados, de las compañías extranjeras, de la Iglesia y del Ejército: por otro, a los indígenas que viven en condiciones de vida miserable bajo la opresión despiadada de los poderosos. El autor no se detiene en descripciones paisajistas ni ahonda en el plano psicológico de los personajes. El hacendado, el cura, el Ejército, los capitalistas norteamericanos son representaciones todas de las fuerzas del mal, mientras que los indígenas se describen como víctimas ingenuas e ignorantes. En este sentido, se puede observar lo alejada que está esta novela de representar una visión idealizada del mundo de los indígenas, lo cual la acerca a la visión a veces desfavorable que se presenta en Raza de bronce.

Icaza crea un universo ficticio como si estuviera documentando hechos y experiencias de vida y logra con mínimos recursos (monólogos interiores y diálogos entre protagonistas anónimos) dotar de verosimilitud la representación del drama existencial que padecían los pueblos del altiplano andino. Sin duda, la obra encierra una denuncia mordaz contra las condiciones de vida infrahumana a que estaban condenados los indígenas bajo el gobierno de la República criolla. Pero no deja de ser una visión externa y superficial, y esto no porque sea una literatura indigenista y no indígena (es decir, escrita por indígenas), sino porque está filtrada por la perspectiva del que percibe e interpreta la conducta de la alteridad india desde valores occidentales. Es un “retrato” en el que un quechua difícilmente quiera identificarse.

Muy diferente se representa el universo andino y sus habitantes en El mundo es ancho y ajeno (1941) del escritor peruano Ciro Alegría (1909–67). Nacido en una hacienda en la provincia de Huamachuco en los Andes del norte del Perú, Alegría tuvo posibilidades de conocer durante la niñez las condiciones de vida del pueblo quechua. En su juventud, ejerció el periodismo en la ciudad de Trujillo vinculándose al APRA, partido socialdemócrata, que en sus inicios tuvo una orientación radical y revolucionaria. De ahí que haya sido perseguido y encarcelado desde 1931 hasta 1933. Al cambiar el gobierno sale en libertad, pero a fines de 1934 es deportado a Chile conjuntamente con otros militantes opositores. Será en el exilio donde Alegría escribe sus primeras novelas, La serpiente de oro (1935) y Los perros hambrientos (1939), las cuales tienen como protagonistas a quechuas que viven organizados en sus ayllús, esto es, sus comunidades agrícolas. Estas novelas describen las costumbres, las formas de trabajo, y sobre todo, la lucha de los comuneros contra las fuerzas naturales, apareciendo en la segunda novela, aunque de manera secundaria, el tema que sería central en su obra maestra, El mundo es ancho y ajeno, o sea, la lucha desigual que deben enfrentar los comuneros para defender sus tierras. Esta obra fue presentada en un concurso para escritores latinoamericanos organizado por la editorial Farral & Rinehart de Nueva York obteniendo el primer premio (el jurado estaba constituido entre otros por John Dos Pasos) lo cual favoreció su difusión a nivel internacional. En pocos años fue traducida a diferentes idiomas multiplicándose las reediciones rápidamente.

El tema central es entonces similar al representado por Icaza en Huasipungo, pero sin el patetismo ni la irracionalidad de los personajes indígenas creados por el ecuatoriano. Por el contrario, en El mundo es ancho y ajeno los protagonistas del drama, además de estar organizados en una comunidad, son representados como seres racionales que tienen historia, creencias, sueños y, aunque ingenuos, se rigen por principios morales al defender un sistema de vida diferente al occidental.

Alegría narra el drama de un ayllú y del anciano alcalde de dicha comunidad, Rosendo Maqui, quien es injustamente encarcelado y muere en su celda como consecuencia de la violencia de los carceleros. El narrador representa la mentalidad y las pautas culturales del pueblo quechua a través de la memoria de Rosendo Maqui y de su percepción del mundo. Aunque Alegría no haya sido un innovador en cuanto a recursos narrativos, su novela representa magistralmente la impotencia de los comuneros ante la corrupción y la violencia de los representantes de la ley criolla.

Un tema relevante representado en varios capítulos es la oposición entre civilización y barbarie. No solamente los terratenientes y los que detentan el poder político, económico y religioso perciben a los quechuas como bárbaros, sino incluso entre las capas intelectuales de la sociedad criolla se puede auscultar la misma percepción racista. Para las clases dominantes la única alternativa que tienen los pueblos autóctonos es la de integrarse a la cultura occidental, convirtiéndose dentro del sistema capitalista en mano de obra o en el mejor de los casos en pequeños agricultores. En El mundo es ancho y ajeno se invierten los términos de la dicotomía civilización-barbarie al mostrar la humanidad de los indios y los actos de barbarie cometidos por los civilizados. Pero el narrador lo hace de manera sobria, sin emplear recursos efectistas.

La novela indigenista logró hacer visible la realidad atroz en que se encontraba el habitante primigenio bajo el régimen impuesto por minorías de origen criollo. Lamentablemente aún hoy, pese a que sus derechos han sido reconocidos internacionalmente, los pueblos indígenas, salvo excepción, continuan luchando contra la exclusión, la explotación y la destrucción de su hábitat.
JCP


EL COMPROMISO DE LA OBRA LITERARIA

La intención comunicativa presente en toda obra literaria se realiza con felicidaden una lectura generalmente solitaria entre las cuatro paredes de una habitación. Pero también se realiza felizmente en el ámbito público mediante reseñas, declaraciones de expertos, publicidad de editoriales, listas de obras confeccionadas en los centros de enseñanza y premios literarios.

En estas instancias, la obra literaria deja de ser algo privado para constituirse en un objeto social de intercambio siendo a su vez portadora de ideas y juicios de valor; en otras palabras, las ficciones no solo entretienen y divierten sino que en igual o mayor grado representan mundos posibles, modelos de conducta y formas percibir la realidad. En este sentido, además de producir goce estético, orientan al lector ética e ideológicamente aunque esta no haya sido la intención autoral.

No obstante, postular una relación entre literatura y ética o entre literatura e ideología se lo considera una aberración en la crítica literaria que defiende principios estéticos universales válidos en todos los contextos. Para estos estudiosos, la función primordial de la literatura es la de agradar y distraer a un lector ‘ideal’ solitario. En este sentido, cabe recordar al celebrado crítico estadounidense Harold Bloom quien se sintió llamado a defender la autonomía del discurso literario en el último decenio del siglo pasado ante la proliferación de los estudios que cuestionan la valoración de los autores del Canon Occidental.

Según Bloom, los aportes generados por la deconstrucción, la crítica feminista y los estudios poscoloniales son productos ideológicos y, por tanto, desechables. El propósito de tales corrientes críticas sería destruir el Canon para promover un cambio en la sociedad. De ahí que considere dichos estudios como el fruto del trabajo de resentidos sociales, a quienes reúne bajo la rúbrica de la “Escuela del Resentimiento”.

En su defensa de una estética universal (cuyo valor supremo sería la originalidad del escritor), Bloom quiere recuperar la autonomía de los textos literarios, negándole al arte toda función pragmática y, con ello, su dimensión social. Al lector lo considera precisamente como un yo profundo, no como un ser social. De ahí que el único efecto estético que causarían las grandes obras de la literatura consistiría en contribuir al crecimiento del yo interior de cada lector. Por tanto, una literatura convertida en objeto de consumo privado, con la función de desarrollar las conciencias que se creen soberanas en su soledad, inmunes a cualquier forma de socialización.

Es obvio que la literatura de entretenimiento así como el lector que cultiva su imaginación para regocijo privado existe en el mundo real. Pero aunque el escritor produzca su obra a solas y en soledad sea leída, las ficciones dejan de ser asunto privado cuando irrumpen en el espacio público y se incorporan a la realidad histórica. Más allá de las intenciones de escritores, académicos y críticos, las ficciones no sólo producen goce y entretenimiento. Sin duda se podría afirmar con el crítico y teórico literario Tzvetan Todorov que gran parte de las obras literarias de todos los tiempos no han sido creadas sólo “para producir un poco más de belleza en el mundo, sino también para decirnos cuál es la verdad de este mundo y para hablarnos de lo que es justo e injusto”. Solo quisiera agregar que aunque el resto de las obras se hubiera producido solamente con una intención estética, ellas igualmente nos hablan de las condiciones de existencia en el mundo real. Por ello, si bien se puede suscribir que la literatura es una cosa y la ideología o la ética otra distinta, es posible discernir una dimensión ética e ideológica en los textos literarios. Sin quererlo, los censores ayudan en esta tarea, como muestro más abajo.

En la historia de la literatura son legión los autores que concibieron su oficio como un lujo cultural de los neutrales para lavarse las manos y evadirse, como poetizó Gabriel Celaya. Sin embargo, aunque no hubieran tenido otro propósito que el de la creación de obras de entretenimiento, dejaron igualmente testimonio de los valores predominantes en la sociedad donde gestionaron su producción literaria. La obra de Balzac quizás sea la paradigmática en este sentido, si bien los ejemplos abundan, desde la Antigüedad hasta nuestros días. Para ilustrar la idea de obras comprometidas pese al ‘no compromiso’ de sus autores, comenta una novela que fue interpretada como un peligro para la salud moral del pueblo español, a pesar de la fidelidad del escritor con el régimen franquista; me refiero a La colmena, de Camilo José Cela.

Cela, lo mismo que el argentino Borges en el ámbito latinoamericano, representaría el polo opuesto de lo que podemos llamar un escritor comprometido, al menos en la definición del compromiso que implica considerar la literatura como un instrumento para provocar un cambio social (como se sabe, Cela, estaba comprometido políticamente, pero con el régimen franquista, y Borges con las dictaduras militares de su país y de Chile).

Sin embargo, la obra del autor gallego no carece de ese rasgo “insumiso” que tanto temen las tiranías. Por ejemplo, en La colmena –uno de los modelos literarios de la generación del medio siglo español–, parece problemático interpretar, tanto en la intención del texto como en el propósito del autor, motivos éticos o políticos. Es sabido que la explícita intención del autor fue la de narrar “sin extrañas tragedias, sin caridad, como la vida discurre”. Y logra este propósito, aunque no haya hecho otra cosa que imitar la técnica de otros maestros.

No obstante, la novela fue censurada y su autor sufriría las consecuencias de haberse atrevido a publicar la obra en Argentina: por su audacia habría de perder los favores del régimen siendo relegado de los puestos que ocupaba en la burocracia franquista. Parece más bien un enigma descifrar las causas de la reacción que causó una novela donde se reproduce ‘objetivamente’ escenas ocurridas durante tres días de 1942 en un bar madrileño. ¿Tal vez producto de censores miopes o ignorantes? Ni lo uno ni lo otro. La respuesta no es tan simple.

La intención del autor, como hemos visto, no fue producir una novela de crítica social: a primera vista, el carácter de denuncia social está ausente en la trama de la novela. Sin embargo, la censura no estuvo totalmente despistada en su lectura cuando interpreta ‘un mensaje’ que cuestiona la visión de una sociedad armónica regida por la moral católica. Según el informe del censor P. Andrés Lucas de Casla, La colmena no ataca al régimen, pero sí al dogma y a la moral católica. En ella abundan las “frases groseras en un estilo que “no tiene mérito literario alguno”. Para el censor, la novela “es francamente inmoral y a veces resulta pornográfica y en ocasiones irreverente”.

Esto explicaría, en parte, que la novela sea prohibida en la España nacional-católica pero editada en la Argentina donde, pese a los puntos de contacto entre la dictadura franquista y el gobierno nacionalista de Juan D. Perón, la Iglesia no controlaba, al menos a nivel oficial, la moral de los argentinos.

Asimismo, puede discernirse el papel que desempeñó el contexto histórico en la interpretación del texto, ya que más allá de la intención ‘descomprometida’ del autor, se estableció igualmente una relación entre el contenido trivial de la novela y los imperativos morales vigentes. En España, los valores impuestos por la ideología nacional-católica del franquismo actualizaron, en la representación de sucesos intrascendentes, un nivel discursivo que cuestiona los intentos de la dictadura por reglamentar el fluir de la vida representado en la novela. Por ello fue censurada, mientras que no aparecen obstáculos para su publicación en la Argentina, donde el nacionalismo peronista estaba en conflicto con la Iglesia.

Tanto la censura como la publicación de La colmena indican la dificultad de crear una obra carente de compromiso social. Y, a mi entender, confirman lo vano de los intentos por desconocer la contaminación ética e ideológica a la que están expuestas las obras de ficción.
JCP / Estocolmo, 2021


ESCRITURA Y COMPROMISO

En América Latina, como observó el crítico literario Donald Shaw, siempre se escribieron obras “en las que el propósito supremo del escritor era el de «concienciar» a sus lectores”. No obstante, hubo escritores que defendían un esteticismo puro como fue, en los años setenta, el caso del novelista chileno José Donoso, quien declaraba por ese entonces que el escritor “se debe tomar la libertad de ser socialmente inútil para ser culturalmente útil”. O el argentino Jorge Luis Borges, quien declaraba que el único compromiso que tenía era con la literatura, y se sentaba a conversar con el dictador Videla, le cerraba las puertas a las Madres de Plaza de Mayo y recibía galardones de Pinochet.

En los tiempos que corren, cabe otra vez preguntarse si el escritor debe asumir una responsabilidad social y política más allá de la que le exige el oficio de escribir. La respuesta a este interrogante ha variado en consonancia con épocas y sociedades diferentes. Hoy en día, tras la hegemonía mundial del sistema capitalista, la voz del escritor comprometido, en el sentido sartreano, si bien no ha desaparecido totalmente, ha perdido resonancia en el torbellino arrasador de quienes celebran los triunfos de la llamada revolución neoconservadora iniciada por R. Reagan y M. Thatcher.

Desde la perspectiva de los escritores que se mantienen al margen de lo que se considera “político”, abstenerse o participar en el ámbito social se entiende como una cuestión estrictamente privada: al escritor, como a cualquier ciudadano, le bastaría cumplir con sus deberes cívicos reservándose el derecho de formar su vida de acuerdo a sus íntimas convicciones. En tal caso sería ilegítimo reclamarle un compromiso político, ya que nadie se lo exige a los académicos, a los artesanos, a los obreros o a los limpiabotas.

Sin embargo existe una diferencia: en pocas profesiones se alimenta la capacidad de expresión que los escritores han desarrollado y, con ella, el poder que ejercen mediante la difusión de sus respectivos discursos. Ello explica, al menos en parte, que se les haya reclamado su parecer ante conflictos sociales de gran magnitud.

A la luz de todo esto cabría preguntarse si aquellos que eligen el compromiso personal y exclusivo con su obra comprenden la implicación ética de elegirse solamente ‘creadores’ cuando una enorme mayoría de seres humanos carecen de los recursos mínimos indispensables para la subsistencia mientras una minoría privilegiada vive en la opulencia y el despilfarro; o mientras haya pueblos expuestos a una nación militarmente poderosa que declara guerras preventivas y justifica la tortura y el asesinato de sospechosos por considerarlos un peligro para la seguridad del estado; o mientras el nazismo y el racismo no deja de crecer y avanzar cada día.

No es cuestión de exigirles a los escritores mayor conciencia moral que, por ejemplo, a nuestros circunstanciales vecinos. No hay tampoco por qué convertirlos en oráculos ni esperar que solucionen “los problemas del país”. Pero sí se les puede reclamar que denuncien los desmanes de estados autoritarios, las falacias de poderes económicos y de demagogos que trafican con el odio. Por ello es legítimo exigirle al escritor que rescate y proteja la memoria colectiva denunciando la desinformación a la que todos estamos expuestos. Y es legítimo exigírselo porque el escritor tiene la capacidad, como pocos, de ejercer el uso de la palabra y de la escritura.

Seguro es que siempre habrá quienes se nieguen a asumir cualquier responsabilidad fuera de los límites de su propio campo de creación. Habrá otros, como Borges ayer, como Vargas Llosa hoy, que se comprometerán con los poderes dominantes. Pero siempre habrá quienes enfrenten tiranías, denuncien abusos de poder, muestren las injusticias y se comprometan públicamente a favor de un cambio social en beneficio de los oprimidos. JCP / Estocolmo, 2020