
LITERATURA Y SUBVERSIÓN
Emplear la poesía o las obras de ficción como medio para alcanzar un fin extraliterario ha sido desde siempre un tema controvertido; incluso entre los que se apartan de la estética del arte por el arte hay quienes cuestionan la eficacia de la literatura como arma para cambiar el mundo y tildan de ingenuo a quien emplea su escritura para revelar las injusticias sociales.
No obstante, la poesía y las obras de ficción suelen ser consideradas como una amenaza potencial por los regímenes autoritarios. El poeta Heberto Padilla, en los años en que aún era una celebrada personalidad en la sociedad cubana de los años sesenta, escribía estos versos que, en su caso particular, serían premonitorios:
No lo olvides, poeta.
En cualquier sitio y época
en que hagas
o en que sufras la Historia,
siempre estará acechándote
algún poema peligroso.
Padilla sugiere que la poesía puede transformarse en una espada de Damocles que pende sobre los poetas en todo tiempo y lugar amenazando su seguridad. No puedo dejar de recordar las palabras que me dijo un oficial del ejército uruguayo en uno de los allanamientos a los talleres gráficos de Comunidad del Sur antes de llevarme encapuchado a su cuartel, allá por el año 1972: “Un poema puede ser más peligroso que un fusil”.
En su obra La verdad de las mentiras (1990) Mario Vargas Llosa considera el tema de la literatura comprometida analizando la naturaleza y el papel que desempeñan las ficciones. Si bien en el ensayo que da título a este libro reconoce el papel de las novelas como pasatiempo individual e insiste en la idea de que funcionan como bálsamo para sobrellevar las frustraciones de la vida cotidiana, también destaca el carácter subversivo de cualquier obra de imaginación.
Para ilustrarlo nos recuerda la censura impuesta por el Santo Oficio a las obras de ficción en las colonias americanas. Según Vargas Llosa, al prohibir todo un género literario, los inquisidores establecieron como ley que las novelas siempre mienten en tanto que presentan una visión falsa de la realidad; también sostiene que aquellos censores comprendieron, mucho antes que críticos y novelistas, la naturaleza de la ficción y su propensión sediciosa.
No cabe duda que la Iglesia católica, instrumento fundamental de la política de la España Imperial, quería salvaguardar a toda costa la autoridad de la palabra escrita por temor a que se desvirtuaran las verdades evangélicas, y evitar así que los ‘bárbaros’ (que desconocían la mentira), confundieran fantasía y realidad y se propusieran combatir, al modo de Don Quijote, las barbaridades cometidas por los invasores. No obstante, el mérito de descubrir la potencialidad protestataria de la literatura no le corresponde a la Inquisición. Como se sabe, ya en la Antigüedad los filósofos griegos consideraban con suma desconfianza la influencia ‘perjudicial’ que ejercía la poesía épica en las mentes juveniles.
Sea como fuere, el “peligro” de las ficciones radicaría, de acuerdo con Vargas Llosa, en que al falsear la realidad, si bien le abre al lector una puerta para fugarse de las frustraciones cotidianas, al mismo tiempo esas mentiras suelen contener verdades que difunden una visión del mundo contraria a la que domina en la sociedad despertando sentimientos de rebeldía contra las limitaciones impuestas por un orden social injusto.(1)
De ahí que, como decíamos al comienzo, en un régimen autoritario la poesía y la ficción se interpretan como una amenaza incluso cuando representan pautas de conducta que transgreden la moral establecida, como ha sido el caso de La Colmena analizado en El compromiso de la obra literaria.
JCP
Estocolmo 2022
(1)
Vargas Llosa defendía hacia finales de los 80 que la mejor contribución de la literatura al progreso de la humanidad era recordarnos que el mundo está mal hecho. Seguramente sigue pensando que el mundo está mal hecho, pero desde la perspectiva del privilegiado, de ahí que se haya vuelto compadre de monárquicos y fascistas, y saque provecho de los paraísos fiscales.
EL AUGE DEL RELATO PROIMPERIAL EN ESPAÑA
Un ejemplo del auge del relato histórico proimperial en España es Imperiofobia y leyenda negra, obra de 500 páginas acogida con entusiasmo por periodistas, intelectuales y políticos tanto de extrema derecha como de la izquierda reformista. De Imperiofobia se han vendido más de cien mil ejemplares, y su autora, María Elvira Roca Barea, ha recibido La Medalla de Andalucía, galardonada con el Premio Los Libreros y nominada para el Premio Príncipe de Asturias.
Imperiofobia: la mentira como verdad
La razón del enorme éxito de este libro se debe seguramente a diversas y coincidentes circunstancias: la respetada editorial madrileña que avala la obra; el amplio apoyo de un sector de la élite cultural, entre ellos el Nobel Mario Vargas Llosa y el celebrado filósofo Fernando Sabater; el auge de la derecha populista y del fascismo en Europa; y, en especial, a las “verdades” que la autora postula, por ejemplo, que hay pueblos imperiales como España y EEUU, y pueblos subalternos, débiles y envidiosos que los han atacado desde siempre; o que el Imperio de Carlos V fue un dechado de virtudes y la leyenda negra un falsario creado por naciones inferiores con ayuda de personajes aborrecibles como fray Bartolomé de las Casas, a quien define como modelo del intelectual traidor, renegado y apóstata.
Para demostrar estas y otras afirmaciones apetecibles para ultramontanos y nacionalistas, Roca Barea se aboca a denigrar a humanistas e ilustrados, y a atacar a los Estados que aceptaron la iglesia reformada por Lutero y Calvino, quienes llevan en su memoria colectiva el adn de un odio visceral contra España, según esta celebrada académica.
Roca Barea sostiene que la Inquisición es un mito surgido en las guerras de religión, y siguiendo a Stephen Haliczer (profesor de la Universidad de Illinois), presenta las mazmorras del Santo Oficio como muy benignas, y justifica la tortura del “hereje contumaz”, ya que eran sesiones que no pasaban de 15 minutos, y siempre en presencia de un médico.
En la defensa que ensaya del Santo Oficio y en su ataque al Humanismo y a la Ilustración, la autora repite argumentos de los ultra nacionalistas católicos, de fascistas y monárquicos de todo pelaje. Y al igual que ellos, celebra la llamada conquista de América repitiendo las versiones de Menéndez Pidal, Julián Marías y Demetrio Ramos Pérez. Pero si los conquistadores por esas casualidades hubieran cometido acciones censurables, la autora lo soluciona con el tu quoque: todos en todo han sido mucho peores que los castellanos.
Roca Barea se suma, por tanto, al coro de quienes afirman que el genocidio padecido por los pueblos indígenas es un mito y, apostando al limitado conocimiento histórico de sus virtuales lectores, postula como el fundamento de los Derechos Humanos a las Leyes de Indias, otra de las grandes falsedades que enseña el relato establecido por los amanuenses del poder imperial. La autora silencia, por ejemplo, que esas leyes legitimaban el traslado forzado de poblaciones indefensas, la quema de sus aldeas y el sometimiento de los indígenas en régimen de servidumbre; silencia también las denuncias y testimonios sobre matanzas registrados por distintas autoridades enviadas a las colonias americanas por la propia Corona y, por supuesto, ignora la versión de los que fueron sometidos y sobrevivieron las masacres de los invasores. Todo discurso que no coincida con el discurso oficial del Estado español es, según ella, un ataque insidioso a la grandeza del Imperio de Carlos V. De ahí que justifique sus argumentos empleando supuestos artificios de los Estados que en siglos anteriores fueron enemigos de España:
Al ataque propagandístico no se responde más que de la misma manera, a ser posible de forma más ofensiva y más falsa.
Es lo que hace en su voluminosa obra surfeando en la ola de la extrema derecha populista; pero al menos es sincera, reconoce emplear el artificio atribuido a Joseph Goebbels, esto es: repetir mentiras para convencer de que son verdades irrefutables.
Como ha escrito José Luis Villacañas (catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid) en su obra Imperiofilia y el populismo nacional-católico, la capacidad de esta investigadora para “falsear los hechos y los conceptos no tiene límites”.
Para Roca Barea, el hecho de que se hayan formado imperios a través de los siglos mostraría que son beneficiosos para la humanidad, y por ello los presenta como
un motor de cambio y transformación y, por tanto, de evolución crucial en la historia de nuestra especie en los cinco continentes.
En respuesta a la función mejorativa de los imperios que la autora presenta en forma reiterada silenciando siempre las consecuencia negativas, Villacañas, en estilo irónico, enumera algunas:
No producen violencia, invasiones, imposiciones, destrucciones de culturas, desplazamientos en masa de gentes, cambios drásticos del mundo, de la vida, militarismo, oligarquías proconsulares, explotación masiva, empobrecimiento, guerra defensiva, derrota, ruina.
El Imperio de Carlos V fue responsable de todo esto y mucho más, pero la autora emplea el argumento ad hominem contra quienes han señalado tales atrocidades, y califica a los críticos de personajes envidiosos. Así nos enteramos de otra de las grandes verdades reveladas por la autora: los pueblos subalternos que critican a los pueblos imperiales lo hacen porque padecen un complejo de inferioridad, son antisemitas y racistas. Y afirma categóricamente que no hay ninguna diferencia sustancial entre lo que ella llama imperiofobia, antisemitismo o cualquier forma de racismo. Y, sin darse cuenta de tal disparate, critica duramente al Imperio francés y al inglés.
Como acertadamente observa Villacañas, no seremos racistas ni antisemitas si, al igual que Roca Barea, uno critica a los protestantes (o al francés por haber permitido la Ilustración), pero si uno critica a la monarquía católica española “que expulsó a los judíos en condiciones trágicas y los exterminó como pueblo peninsular antiquísimo, entonces, por una extraña regla de tres, se es antisemita”.
Imperiofilia: la crítica desde el eurocentrismo
El examen de Imperiofobia presentado por Villacañas es incisivo y brillante, como asimismo la crítica a los imperios y a la monarquía católica, pero su perspectiva no deja de ser eurocéntrica. Esta perspectiva se evidencia en el capítulo de su libro “El imperio de América” donde se maravilla de la valentía de los conquistadores, de la riqueza cultural del orden colonial, y al pasar menciona el genocidio y el etnocidio de los pueblos originarios. Veamos, por ejemplo, cuando presenta su visión de la época colonial:
una dominación que sometía a ingentes poblaciones subalternas, una destrucción de formas de vida autóctonas, una aculturación general, una prohibición del comercio libre, una extracción masiva de materias primas, etcétera.
Sin duda, una descripción del etnocidio (es decir, destrucción total o parcial de la identidad cultural de un grupo étnico) que nunca suscribirían los defensores de la obra civilizadora de España. No obstante, describe a los pueblos originarios en el lenguaje del colonizador, esto es, como si fueran subalternos, y evita señalar que la “destrucción de formas de vida autóctonas” implicó la masacre de poblaciones rebeldes y la muerte prematura de millones de seres humanos durante el primer siglo y medio del orden colonial.
Del mismo modo, cuando trata de explicar la hecatombe demográfica sufrida por los pueblos primigenios emplea una manera elegante de evitar el concepto de genocidio:
la implantación de la civilización hispana fue un trauma poblacional. En el ámbito de la región del Caribe los indígenas desaparecieron. México disminuyó su población de forma dramática. El Perú decayó menos por la propia complejidad del Tawantinsuyo.
Llamar trauma poblacional al descenso de la población que se ha estimado en 90% y en algunas regiones llegó al 100% es un eufemismo, como son eufemismos los verbos empleados para no mencionar el genocidio: “los indígenas desaparecieron”; “disminuyó su población” o “decayó”.
Aunque tal vez a Villacañas le pese, en los silencios de su análisis resuenan ecos del discurso imperial ya que evita mencionar las guerras de conquista que significaban guerra de exterminio, el desplazamiento de poblaciones, el arrasamiento de aldeas y campos de cultivo o las condiciones infrahumanas de trabajo. En la cita siguiente estos hechos se ocultan con los sustantivos “violencia” y “exceso” y, al igual que otros historiadores, recurre a la interpretación psicológica para explicar la hecatombe demográfica originada por el genocidio:
No hay duda de que las epidemias, la violencia, el exceso de trabajo, el tono vital depresivo, la carencia de horizonte existencial favorable, diezmaron poblaciones que en el altiplano mexicano eran muy numerosas.
Villacañas señala con claridad y contundencia el genocidio de los sefarditas en España, por ejemplo, cuando afirma que las elites cercanas a la monarquía católica “hicieron todo lo posible por destruir hasta la última gota de sangre hebrea en España”. Y también cuando observa la función represiva que cumplió la Inquisición que,
destinada a eliminar a los ricos e influyentes conversos, fue el complemento perfecto del exterminio del pueblo sefardita de tierras hispanas y funcionó de forma convergente con la expulsión de los hispanojudíos de 1492.
Pero cuando menciona el genocidio padecido por los indígenas, muestra enormes dificultades para describirlo con firmeza y claridad:
el genocidio inicial, resultante de la enfermedad, la conquista, la explotación y el trauma, dio paso a una vida nueva fruto de la adaptación, la voluntad de supervivencia y la resistencia.
Al enumerar las causas del genocidio, Villacañas pone en primer lugar las enfermedades y en segundo, la conquista. Es verdad, las enfermedades mataron posiblemente millones de indígenas. Pero los genocidios comenzaron con las guerras de conquista, y las enfermedades fueron una de sus consecuencias. Además, los genocidios no terminaron al finalizar “la conquista” sino que se prolongaron durante toda la época colonial.
Ahora bien, hablar de “la conquista” es el artilugio que el relato imperial ha establecido para ocultar que fueron guerras de exterminio contra los pueblos que resistieron la invasión de los castellanos. Pero tal vez lo más sorprendente de la reflexión de Villacañas sea que deduzca un fruto positivo como consecuencia de los genocidios y de los etnocidios: una vida nueva.
No deja tampoco de sorprender cuando explica maravillado “la capacidad increíble”, el “coraje y valentía” que los conquistadores mostraban al
adentrarse en los territorios majestuosos de América. Claro que su coraje y valentía sobrecogen cuando uno imagina su vida de conquistadores […].
Este arrojo que hoy nos maravilla ya se había fortalecido por una práctica imperial previa en las guerras de Granada, en África, en Italia.
O sea, los corajudos conquistadores no invadían sino que se adentraban en los territorios de los pueblos originarios y, como cualquier nacionalista español, Villacañas se maravilla de tales proezas. Más adelante, en el mismo tono admirativo explica la praxis de los conquistadores:
Claro que no fue un azar que los estamentos hidalgos se expandieran por América. Como águilas, oteaban el horizonte para ver dónde podían aplicar su pericia militar, dispuestos a expandirse para extraer recursos fiscales, promoción social y honores, toda vez que ya no tenían más musulmanes en la península.
Cabe anotar que Villacañas emplea el concepto de expansión, tradicionalmente usado por los defensores de la conquista: no fue que España invadió y ocupó territorios ya habitados, sino que se expandió. Más adelante destaca la riqueza cultural de la “sociedad novohispana” al caracterizar la formación de la sociedad criolla a lo largo del siglo XVII:
… la vida en América gozaba de la complejidad de los actores letrados que existía en España. Obispos, religiosos tan diversos como dominicos y franciscanos, con sus tesis radicalmente distintas sobre la forma adecuada de evangelizar; jesuitas o agustinos, juristas, caballeros, terratenientes capaces de mantener el espíritu feudal hasta el siglo XX, todos estos elementos urbanos o rurales dieron a la sociedad novohispana una riqueza que supo expresarse en las formas normativas del barroco, dotándolo de una impronta popular única que todavía nos impresiona. Por ella alienta el alma popular de los artesanos indígenas.
Sin duda, los artesanos indígenas aportaron su talento en las expresiones del barroco colonial. Pero esta visión de la sociedad “novohispana” oculta que era una sociedad estructurada en castas establecidas según el color de la piel; que los blancos y solo los blancos nacidos en España tenían el poder político, religioso y militar; que cualquier forma de evangelizar era en realidad una forma distinta de eliminar culturas indígenas y erradicar “herejías”; que el espíritu feudal significaba poder opresivo ilimitado sobre los vencidos. En el mismo sentido positivo y a propósito de la España imperial, Villacañas sostiene:
En general, lo mejor que se puede decir del imperio español es que mostró la flexibilidad propia del desorden y el circunstancialismo propio del catolicismo para organizar un sistema de traducciones de las viejas culturas a las nuevas, permitiendo sorprendentes metamorfosis del mundo de la vida indígena que, en la medida en que mantenían las huellas poderosas de su mundo arcaico, sirvieron de profundo consuelo a sus portadores.
El autor no explica en qué consistió esa “flexibilidad propia del desorden” ni de qué tipo de desorden se trataría. Tampoco queda claro en qué consistió ese sistema organizado por el catolicismo que tradujo “las viejas culturas a las nuevas” y que habría permitido “sorprendentes metamorfosis” culturales. ¿Estará describiendo la llamada incorporación de los pueblos indígenas a la modernización? ¿O estará hablando de la obra de los misioneros? En todo caso, ¿no sería más adecuado señalar que esa metamorfosis fue posible mediante el genocidio padecido por los pueblos originarios? ¿No significó acaso un gigantesco etnocidio la tal sorprendente transformación del mundo de la vida indígena? Porque en realidad, sucedió algo parecido con los sefarditas y los mahometanos que eligieron quedarse en España después de 1492, o sea, tuvieron que renegar de sus creencias y de su cultura y elegir la llave mágica del bautismo para ser aceptados en la sociedad castellana. Y también entonces, afirmarían los tradicionalistas castizos, el catolicismo organizó “un sistema de traducciones” permitiendo el mestizaje con los cristianos viejos y con ello, el aporte enriquecedor de los cristianos nuevos.
Lamentablemente, la perspectiva eurocéntrica del catedrático de la Complutense parece haberle inhibido su agudeza crítica para señalar claramente el genocidio y el etnocidio padecido por los pueblos originarios del llamado Nuevo Mundo. Aún siendo así, en su análisis, no falto de humor e ironía, deconstruye la ideología reaccionaria de Roca Barea y la mayoría de las falsedades, olvidos y distorsiones históricas que difunde. De ahí que, con sobrada razón, defina Imperiofobia como un “libelo populista malsano y dañino”.
JCP
COMPROMISO INDIGENISTA
EL FIN DE LAS GUERRAS de la Independencia a principios del siglo xix y la fundación de Repúblicas en los antiguos virreinatos no entrañó un mejoramiento de las condiciones de vida de los pueblos originarios; al contrario, la minoría criolla liberal que expulsó a los peninsulares del poder aplicó una política de despojo y destrucción sistemática de los pueblos que habían sobrevivido el dominio del imperio español.
En las nuevas Repúblicas, la minoría criolla se adueñó de todas las tierras y era la que ejercía todas las profesiones y funciones públicas, monopolizando así las expresiones culturales. Como ha escrito el crítico uruguayo Alberto Zum Felde en su obra La narrativa hispanoamericana, la población indígena era algo impersonal, como la tierra, para ser pisada y explotada.
La literatura indigenista ha sido producto de escritores latinoamericanos blancos y mestizos que emplearon la literatura como un medio para denunciar las condiciones de vida de los indígenas y promover cambios en los centros de poder. Se ha establecido el inicio de este género hacia finales del siglo xix, su resurgimiento en la década de 1920, y su apogeo hacia 1940. Son escritores que se apartan tanto del romanticismo como del modernismo y, siguiendo la huella trazada por Honoré de Balzac y Émile Zola, comienzan a representar en sus obras la explotación y exclusión social y política de los habitantes primigenios del continente.
Cuatro novelas del indigenismo
A Clorinda Matto de Türner (1854–1909) ―intelectual pionera de la lucha por los derechos de las mujeres en América Latina―, se la considera precursora de la novela indigenista por su obra Aves sin nido, publicada en 1889. El título, en realidad, no hace referencia a los indígenas sino al destino de dos mestizos, hijos “naturales” de un obispo. A partir de esa anécdota, la escritora y ensayista cuzqueña denuncia los abusos que sufre la población indígena a manos de gobernantes, eclesiásticos y agentes del sistema judicial criollo.
Pero no solo eso. Matto de Türner, aunque católica, asume un claro compromiso político y ético al revelar en su novela la opresión y los abusos sexuales que padecen las mujeres indígenas por parte de los representantes religiosos y políticos. Aves sin nido no sólo fue incluida en el índex de obras prohibidas por la Inquisición sino que además en diferentes ciudades del Perú fueron quemados públicamente por orden eclesiástica algunos ejemplares de la novela junto con el retrato de la autora.
El boliviano Alcides Arguedas (1879–1946) sería uno de los escritores que continúa desarrollando la temática planteada en Aves sin nido cuando en 1904 publica Wuata Wuara, novela que reelabora en el exilio y publica en 1919 con el título de Raza de bronce. Aunque la perspectiva de ambos escritores es similar, la actitud que asume la voz narrativa de esta novela es diferente a la empleada por Turner. La novela de la escritora peruana trata de despertar compasión en el lector hacia los sufrimientos del indio, mientras que la novela de Arguedas simplemente describe los atropellos que criollos y mestizos cometen contra ellos y, gracias a este recurso, el lector comprende la rebelión violenta de los oprimidos.
Como ya ha sido indicado por otros estudiosos, Raza de bronce está construida con elementos que caracterizan obras posteriores en las que se representa la opresión que padecen los primigenios habitantes de América del Sur; por ejemplo, se representa el tema del hacendado ausente, del administrador despótico, de la mujer nativa violada y de la reacción violenta de los indígenas.
No obstante, Arguedas percibe a los indígenas desde una perspectiva occidental y, como anotara Ingela Johansson en su estudio sobre el personaje femenino en la novela indigenista, Raza de bronce, representa a los indígenas en situaciones indignantes. Se ha interpretado, además, que Arguedas justificaría la opresión del indígena al no presentar un remedio a los males que lo aquejan. Pero aunque la voz narrativa de Raza de bronce represente aspectos de la vida y de la cultura indígena en forma negativa, el autor asumió un claro compromiso político a favor de los oprimidos al denunciar la explotación brutal sufrida por estos y representar la necesidad de la rebelión, lo cual le reportó persecución y años de exilio.
La denuncia de la opresión de los indígenas realizada por Arguedas desató una virulenta reacción en el seno de la sociedad criolla, a tal extremo que esta obra fue públicamente denigrada. Y es que en el seno de los sectores urbanos dominantes se percibía al habitante primigenio como una regresión que había que extirpar. Según la política oficial, el atraso, la pobreza y el desorden del país eran causados por el indígena. Solo eliminándolo se lograría el Progreso.
La actitud comprometida del boliviano Arguedas sería también asumida en la década de los años treinta en Ecuador por una generación de escritores que comienzan a reflejar en sus obras las injusticias sociales que experimentan en el seno de la sociedad. Son narraciones que no siguen los esquemas de la novela tradicional ni tampoco aparecen idealizados los protagonistas, la mayoría indígenas y mestizos.
De estos escritores el que alcanzó mayor notoriedad internacional fue Jorge Icaza (1906-1973), quien comenzó escribiendo obras dramáticas hasta que en los primeros años de 1930 abandona su carrera de dramaturgo para dedicarse a la narrativa. En 1933 publica Barro en la sierra, un volumen de cuentos en los que introduce temas y escenarios considerados propios de la llamada literatura indigenista. Con ellos continúa en su primera y más significativa novela publicada al año siguiente, Huasipungo. El título, de origen quechua, designa la parcela de tierra que el terrateniente otorga a familias indígenas (huasipungueros) a cambio del trabajo diario en las diferentes tareas agrícolas de la hacienda.
En la novela se personifican los vejámenes y el despojo que sufren los indígenas que viven en las parcelas de don Alfonso Pereira, pero también se revela la injerencia extranjera y las consecuencias negativas del Progreso, representado en la construcción de una carretera. El destino de los huasipungueros lo encarna la figura de Andrés Chiliquinga y su familia. Andrés vive acosado por la explotación y la desgracia: un accidente de trabajo lo deja semiinválido, se lo multa por perjuicios causados por una mala cosecha, su mujer muere intoxicada a causa de ingerir carne en mal estado. En su desesperación, Andrés comprende que la única alternativa que les queda a los huasipungueros es rebelarse contra los planes que tiene el terrateniente de desalojarlos de sus terrenos.
Icaza intercala diversos relatos en los cuales representa, por un lado, el poder de los hacendados, de las compañías extranjeras, de la Iglesia y del Ejército: por otro, a los indígenas que viven en condiciones de vida miserable bajo la opresión despiadada de los poderosos. El autor no se detiene en descripciones paisajistas ni ahonda en el plano psicológico de los personajes. El hacendado, el cura, el Ejército, los capitalistas norteamericanos son representaciones todas de las fuerzas del mal, mientras que los indígenas se describen como víctimas ingenuas e ignorantes. En este sentido, se puede observar lo alejada que está esta novela de representar una visión idealizada del mundo de los indígenas, lo cual la acerca a la visión a veces desfavorable que se presenta en Raza de bronce.
Icaza crea un universo ficticio como si estuviera documentando hechos y experiencias de vida y logra con mínimos recursos (monólogos interiores y diálogos entre protagonistas anónimos) dotar de verosimilitud la representación del drama existencial que padecían los pueblos del altiplano andino. Sin duda, la obra encierra una denuncia mordaz contra las condiciones de vida infrahumana a que estaban condenados los indígenas bajo el gobierno de la República criolla. Pero no deja de ser una visión externa y superficial, y esto no porque sea una literatura indigenista y no indígena (es decir, escrita por indígenas), sino porque está filtrada por la perspectiva del que percibe e interpreta la conducta de la alteridad india desde valores occidentales. Es un “retrato” en el que un quechua difícilmente quiera identificarse.
Muy diferente se representa el universo andino y sus habitantes en El mundo es ancho y ajeno (1941) del escritor peruano Ciro Alegría (1909–67). Nacido en una hacienda en la provincia de Huamachuco en los Andes del norte del Perú, Alegría tuvo posibilidades de conocer durante la niñez las condiciones de vida del pueblo quechua. En su juventud, ejerció el periodismo en la ciudad de Trujillo vinculándose al APRA, partido socialdemócrata, que en sus inicios tuvo una orientación radical y revolucionaria. De ahí que haya sido perseguido y encarcelado desde 1931 hasta 1933. Al cambiar el gobierno sale en libertad, pero a fines de 1934 es deportado a Chile conjuntamente con otros militantes opositores. Será en el exilio donde Alegría escribe sus primeras novelas, La serpiente de oro (1935) y Los perros hambrientos (1939), las cuales tienen como protagonistas a quechuas que viven organizados en sus ayllús, esto es, sus comunidades agrícolas. Estas novelas describen las costumbres, las formas de trabajo, y sobre todo, la lucha de los comuneros contra las fuerzas naturales, apareciendo en la segunda novela, aunque de manera secundaria, el tema que sería central en su obra maestra, El mundo es ancho y ajeno, o sea, la lucha desigual que deben enfrentar los comuneros para defender sus tierras. Esta obra fue presentada en un concurso para escritores latinoamericanos organizado por la editorial Farral & Rinehart de Nueva York obteniendo el primer premio (el jurado estaba constituido entre otros por John Dos Pasos) lo cual favoreció su difusión a nivel internacional. En pocos años fue traducida a diferentes idiomas multiplicándose las reediciones rápidamente.
El tema central es entonces similar al representado por Icaza en Huasipungo, pero sin el patetismo ni la irracionalidad de los personajes indígenas creados por el ecuatoriano. Por el contrario, en El mundo es ancho y ajeno los protagonistas del drama, además de estar organizados en una comunidad, son representados como seres racionales que tienen historia, creencias, sueños y, aunque ingenuos, se rigen por principios morales al defender un sistema de vida diferente al occidental.
Alegría narra el drama de un ayllú y del anciano alcalde de dicha comunidad, Rosendo Maqui, quien es injustamente encarcelado y muere en su celda como consecuencia de la violencia de los carceleros. El narrador representa la mentalidad y las pautas culturales del pueblo quechua a través de la memoria de Rosendo Maqui y de su percepción del mundo. Aunque Alegría no haya sido un innovador en cuanto a recursos narrativos, su novela representa magistralmente la impotencia de los comuneros ante la corrupción y la violencia de los representantes de la ley criolla.
Un tema relevante representado en varios capítulos es la oposición entre civilización y barbarie. No solamente los terratenientes y los que detentan el poder político, económico y religioso perciben a los quechuas como bárbaros, sino incluso entre las capas intelectuales de la sociedad criolla se puede auscultar la misma percepción racista. Para las clases dominantes la única alternativa que tienen los pueblos autóctonos es la de integrarse a la cultura occidental, convirtiéndose dentro del sistema capitalista en mano de obra o en el mejor de los casos en pequeños agricultores. En El mundo es ancho y ajeno se invierten los términos de la dicotomía civilización-barbarie al mostrar la humanidad de los indios y los actos de barbarie cometidos por los civilizados. Pero el narrador lo hace de manera sobria, sin emplear recursos efectistas.
La novela indigenista logró hacer visible la realidad atroz en que se encontraba el habitante primigenio bajo el régimen impuesto por minorías de origen criollo. Lamentablemente aún hoy, pese a que sus derechos han sido reconocidos internacionalmente, los pueblos indígenas, salvo excepción, continuan luchando contra la exclusión, la explotación y la destrucción de su hábitat.
JCP
SOJUZGAMIENTO Y ANIQUILACIÓN DE LA ALTERIDAD
1
El 13 de agosto del corriente año se cumplen cinco siglos de la caída de Tenochtitlan. Vale la pena entonces ensayar una revisión de la obra del investigador búlgaro francés Tzvetan Todorov La conquista de América. La cuestión del otro, en la cual interpreta la relación que establecieron los europeos con los habitantes primigenios del entonces llamado Nuevo Mundo. (i) Uno de los mayores méritos de este estudio es observar el carácter paradigmático que expresan los contactos entre Colón y los habitantes antillanos que lo recibieron, y entre Hernán Cortés y los antiguos mexicas. Todorov muestra cómo las pautas de comportamiento que aparecen en esos encuentros aún hoy se repiten cuando nos encontramos cara a cara con personas o grupos de una cultura diferente a la nuestra.
Esta obra también trata de hacer comprensible las causas de los crímenes cometidos por las huestes peninsulares, pero deja muy claro que los españoles no fueron peores que los colonizadores de otras potencias europeas que se disputaron el «botín» del Nuevo Mundo y que, a partir del siglo xviii, ocuparon África, se apropiaron de las riquezas naturales, y en muchos casos esclavizaron y masacraron a la población autóctona. Según Todorov,
ocurre simplemente que fueron ellos [los españoles] los que entonces ocuparon América, y que ningún otro colonizador tuvo la oportunidad, ni antes ni después, de hacer morir a tanta gente al mismo tiempo. Los ingleses o los franceses, en la misma época, no se portan de otra manera; solo que su expansión no se lleva a cabo en la misma escala, y tampoco los destrozos que pueden ocasionar (p. 144).
2
Como es sabido, los conquistadores no solo llevaban armas de fuego, sino también perros alanos adiestrados para la guerra. Todorov dedica su obra «a la memoria de una mujer maya devorada por los perros» y, en las páginas finales, declara que la escribió para que no se olvidara el destino trágico de esa mujer, destino similar al de miles de indígenas que murieron aperreados como ella por resistir los atropellos de los guerreros hispanos (p. 256).
Podría deducirse que Todorov escribe desde la perspectiva de la colonialidad. (ii) Sin embargo, aunque rescate las voces de los vencidos, su locus de enunciación está situado en Occidente: el nosotros de Todorov se limita a los europeos. Así, por ejemplo, cuando afirma que el descubrimiento de América ha sido «el encuentro más asombroso de nuestra historia», se refiere evidentemente a la historia particular de Europa, no a la historia de la humanidad (p. 14). La perspectiva occidentalista aparece con mayor claridad cuando el autor afirma que «el descubrimiento de América es lo que anuncia y funda nuestra identidad presente» (p. 15). O sea, Todorov se refiere a la identidad europea y, por extensión, a la de los colonizadores:
Todos somos descendientes directos de Colón, con él comienza nuestra genealogía —en la medida en que la palabra «comienzo» tiene sentido (p. 15).
Lo mismo cuando afirma, en uno de los capítulos centrales, que de la victoria de Cortés sobre Moctezuma «hemos salido todos nosotros, tanto europeos como americanos» (p. 105). De este modo, el investigador ignora la continuidad histórica de los pueblos originarios quienes pese a las matanzas y a las destrucciones sufridas durante cinco siglos aún resisten la dominación cultural y política de Occidente.
Pero aunque la perspectiva de Todorov sea etnocéntrica, introduce interrogantes poco indagadas, al menos a la fecha de la publicación de su estudio en 1982; por ejemplo, al preguntarse cómo fue posible que el encuentro más espectacular de la historia haya provocado una de las mayores catástrofes demográficas de la humanidad con una reducción del 90% de la población originaria, y en algunas regiones hasta del 100%. Estos datos son incómodos para los defensores de la «proeza» de haber conquistado y colonizado América, y por ello tratan de descalificar a quienes denuncian las acciones genocidas de los invasores. Según Todorov:
Si alguna vez se ha aplicado con precisión a un caso la palabra genocidio, es a éste. […] Ninguna de las grandes matanzas del siglo xx puede compararse con esta hecatombe. Se entiende hasta qué punto son vanos los esfuerzos de ciertos autores para desacreditar lo que se llama la «leyenda negra», que establece la responsabilidad de España en este genocidio y empaña así su reputación. Lo negro está ahí, aunque no haya leyenda (p. 144).
Esto no significa que todas las víctimas del genocidio hayan sido eliminadas en las guerras de conquista; gran parte de la población autóctona murió de enfermedades causadas por virus y bacterias llevadas por los europeos. Los negacionistas del genocidio insisten en que las epidemias se originaron de manera casual e involuntaria. Es posible que así ocurriera, pero sabemos que las armas biológicas formaban parte de las estrategias guerreras del medioevo europeo. Como ha observado Alexis Diomedi Pacheco, ya en 1422 el ejército lituano catapultaba cadáveres y excrementos a los defensores de Carolstein (Austria); los españoles en 1495, a su vez, entregaban vino contaminado con sangre de leprosos a sus adversarios franceses. (iii) El empleo de estas tácticas en el Nuevo Mundo no debería extrañar, pues las huestes invasoras se formaron en el arte de la guerra luchando contra los musulmanes y contra sus vecinos europeos.
El virus de la viruela llevado por los españoles desató hacia 1518 una epidemia en Santo Domingo y, hacia 1520, causó la muerte de cientos de miles de indígenas en el valle de Anahuac; se ha estimado, por ejemplo, que gran parte de la población de Tenochtitlan sucumbió afectada por este virus. Esta misma enfermedad también causó estragos en las poblaciones del altiplano andino cuando las huestes de Francisco Pizarro iniciaron la guerra de conquista contra el reino de los incas.
Con el correr del tiempo, el “aliado” bacteriológico se empleó a lo largo y ancho del continente con el propósito de “provocar deliberadamente epidemias dando a los indios –o dejando a su alcance– objetos infectados”. (iv) Los pobladores de las regiones selváticas del continente han sido víctimas de esta guerra bacteriológica que continúa diezmándolos: a comienzos del siglo xx, por ejemplo, “los caucheros peruanos, para eliminar a los indios selváticos que consideraban un simple estorbo para su trabajo, llegaron a dejar en objetos que por su rareza podían tentarlos a apoderarse de ellos, como copas y tazas, costras arrancadas de las pústulas de los virulentos”. (v) Durante la dictadura militar brasileña, en la década de 1960, se intensificó esta guerra bacteriológica al ponerse en marcha proyectos mineros y grandes obras como la carretera panamazónica. El Servicio de Protección Indígena (SPI), organismo que debía amparar a los pueblos originarios, introducía objetos contaminados con gérmenes de sarampión, gripe, y varicela, mientras que en los setenta, se los ametrallaba desde helicópteros militares. (vi)
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Durante los primeros años de la invasión, las poblaciones originarias, unas esclavizadas, otras sometidas en régimen de semiesclavitud, sucumbían a causa del trabajo en las minas y en las plantaciones, por los malos tratos y por la destrucción de la infraestructura que sostenía la producción y distribución de los alimentos de las sociedades autóctonas. Para colmo de males, el orden colonial prohibió el cultivo de la quinoa y el amaranto, alimento básico de los habitantes de Abya Yala. A su vez, la expansión ganadera, que suele interpretarse como un aporte positivo europeo, destruía cosechas y provocaba la desertización de los campos de cultivo teniendo como resultado miseria, inanición y mortandad de los indígenas, quienes antes de 1492 no habían conocido el hambre.
Sea como fuere, las causas que provocaron la catástrofe demográfica no deberían de buscarse en la reacción de las propias víctimas como argumentan los defensores del imperio de Carlos V, ni tampoco resucitando el fantasma de la leyenda negra antiespañola con el objeto de desacreditar las voces que han denunciado el holocausto padecido por los pueblos autóctonos. Las causas de tal catástrofe fueron muchas, pero, ¿cómo es posible que se niegue el papel clave desempeñado por las guerras de conquista que arrasaron pueblos y grandes ciudades como Tenochtitlan y Cusco? (vii)
Los negacionistas del genocidio han defendido la tesis de una supuesta debilidad física del indígena para explicar la caída demográfica de la población autóctona. Entre otros, Hegel expresó esta idea cuando ya habían pasado más de tres siglos de la destrucción de Tenochtitlan. Hacia 1830, en sus lecciones sobre filosofía de la historia, enseñaba que América se había revelado siempre impotente tanto en lo físico como en lo espiritual. De ahí su explicación del “declive” demográfico:
Los indígenas, desde el desembarco de los conquistadores, han ido pereciendo al soplo de la actividad europea. (viii)
El gran filósofo no se molestó en explicitar en qué consistía tal actividad, sin embargo no faltan documentos que la registran: matanza de rebeldes, ejecución de “idólatras”, esclavitud, quema de aldeas, arrasamiento de campos y ciudades.
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Los terribles sacrificios humanos de los que fueron testigos los españoles al llegar a Tenochtitlan, y que aún hoy nos horrorizan, han servido para justificar las masacres realizadas por Cortés y sus guerreros. Todorov ensaya una explicación relevante que nos ayuda a comprender, tanto a las sociedades con sacrificios humanos (la de los mexicas) como a las sociedades con matanzas (las europeas del siglo xvi).
Según Todorov, los sacrificios practicados por los mexicas pueden interpretarse como homicidios religiosos, en la medida en que tal práctica era parte de un rito público y oficial. La víctima tenía, por ejemplo, una determinada identidad y debía cumplir determinados requisitos para que pudiera ser ofrecida a los dioses. Por el contrario, las matanzas practicadas por las huestes que invadieron el Nuevo Mundo se realizaba lejos de la metrópoli, donde no era necesario respetar leyes ni códigos morales:
Mientras más lejanas y extrañas sean sus víctimas, mejor será: se las extermina sin remordimientos, equiparándolas más o menos con los animales. Por definición, la identidad individual de la víctima de una matanza no es pertinente (de otro modo sería un homicidio): uno no tiene ni el tiempo ni la curiosidad necesarios para saber a quién mata en ese momento. Al contrario de los sacrificios, las matanzas no se reivindican nunca, su existencia misma generalmente se guarda en secreto y se niega. Es porque su función social no se reconoce, y se tiene la impresión de que el acto encuentra su justificación en sí mismo: uno blande el sable por el gusto de hacerlo, corta la nariz, la lengua y el sexo del indio, sin que al cortador de narices se le ocurra que está cumpliendo rito alguno (p. 156).
Una sociedad con formas diversas de homicidio colectivo es la que Occidente ha impuesto sobre las sociedades que practicaban sacrificios humanos; en otras palabras, un modelo de sociedad que aún hoy se caracteriza por el recurso de la matanza, la “desaparición” y el exterminio de un alteridad política o culturalmente divergente. Todorov postula que si se considera la práctica del sacrificio humano como homicidio religioso, se puede entender la matanza como homicidio ateo. Ateo, en el sentido de que la matanza no está integrada en los rituales religiosos de Occidente. Paradójicamente, ha sido el fanatismo pararreligioso el que ha provocado no pocas matanzas ‘ateas’ a través de la historia.
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Cabe preguntarse cómo fue posible que la Iglesia católica legitimara el racismo europeo y justificara las guerras de conquista y el exterminio de otros pueblos cuando hoy en día esa misma Iglesia se sitúa entre una de las instituciones más explícitamente antirracistas. (ix) Sin embargo, aunque en los documentos oficiales de la Iglesia católica se presente a sí misma desempeñando un papel ejemplar en este sentido, no se puede ocultar el hecho de que haya discriminado y violentado a los pueblos que no conocían el Evangelio. Y por ello el papa Juan Paulo II en el año 2000 y Benedicto XVI en el 2007 se han sentido obligados a reconocer la violencia empleada por los colonizadores contra los pueblos originarios de América.
Es cierto que hubo eclesiásticos que protestaron contra las violaciones de los derechos de los pueblos autóctonos, y es cierto que no se discriminaron a los indígenas porque pertenecieran a otra “raza”; pero eso “únicamente demuestra que el racismo «racial» y el racismo «cultural» representan, desde sus inicios, un fenómeno unificado”, como sostiene Van Dijk. (x)
Innegable es que en la visión de mundo que habría de fundamentar la política de los piadosos monarcas católicos del imperio español estaba implícita la exclusión de toda alteridad culturalmente diferente, ya fuera judía, musulmana, africana, asiática o indígena americana.
Como se recordará, después de siete siglos de guerras religiosas, en 1492 los cristianos tomaron el último reino musulmán de Granada y expulsaron a los judíos que se negaban a convertirse al cristianismo. Ese mismo año se “descubrió América”, y la lengua castellana se hizo compañera del Imperio, como quería el gramático Antonio de Nebrija. Estos gloriosos acontecimientos para la historia de España fueron consecuencia de la política que los Reyes Católicos impondrían a sangre y fuego: el objetivo de una sola corona, una sola fe y una sola lengua para todo el reino, incluso para todo el planeta.
La Iglesia, sostén ideológico de Fernando e Isabel, continuaría apoyando el proyecto universalista del emperador Carlos V y su descendencia, un proyecto totalitario que implicaba la eliminación de la alteridad, en tanto esa alteridad se opusiera o, simplemente, se desviara de los dogmas establecidos por el Vaticano. La aparición del protestantismo encarnado en la figura de Martín Lutero (1483-1546) tronchó el sueño hegemónico del Sacro Imperio, pero los conquistadores y colonizadores lo harían realidad en la mayoría de los territorios del Nuevo Mundo a expensas de la desaparición de millones de seres humanos.
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En las razones que se esgrimían para justificar la guerra contra los pueblos indígenas (eran inferiores, caníbales, bárbaros, realizaban sacrificios humanos) estaba implícito un postulado moral, como ha observado Todorov: “uno tiene el derecho, incluso el deber, de imponer el bien al otro” (pp. 165 s.). Hay que tener en cuenta, como también señala Todorov, que es Occidente que determina qué es el bien y qué el mal. Y que son los occidentales quienes identifican sus propios valores con los valores universales.
Para los europeos defensores de la inferioridad de los indígenas, existía un valor absoluto que era la religión cristiana (como lo es hoy el sistema capitalista para EE UU y sus aliados). Por el bautismo de un sólo indígena se justificaba la muerte de miles –así también para imponer la democracia representativa y el mercado libre en un Estado se justifica la masacre de la población civil de ese propio Estado.
La monarquía española de aquel entonces se sintió en la necesidad de justificar el saqueo de riquezas y las atrocidades cometidas por los conquistadores. De ahí que Fernando el Católico y sus colaboradores promulgaron en 1512, y como respuesta a las reclamaciones del fraile Antonio de Montesinos, las Leyes de Burgos. (xi) Dos años después, la Corona promulgó un documento jurídico conocido como el Requerimiento que legitima la apropiación, por parte de los españoles, de los territorios indígenas. (xii) Al sancionar tal apropiación, se legitimaba a su vez las guerras de conquista, la esclavitud y el exterminio de los pobladores autóctonos que se negaban a someterse a los dictados de las huestes invasoras.
El propósito de destruir al otro diferente no fue un recurso inventado por una supuesta innata crueldad de los hispanos ni empleado solo por ellos, también lo emplearon ingleses y franceses en la misma época, y, más tarde, belgas y alemanes en África. Pero en realidad, este recurso se halla en los orígenes de la tradición judeocristiana. Como escribe Sören Wibeck, si creemos en los relatos del Antiguo Testamento, los israelitas se habrían dedicado a un exterminio calificado de los pueblos que consideraban enemigos de su dios. (xiii) Así se desprende de muchas de las intervenciones de Jehová en las cuales este manifiesta la idea de aniquilar a los enemigos de Israel. Por ejemplo, cuando Josué, con asistencia divina derrota a Amalec, Jehová le dice a Moisés que registre este acontecimiento para las generaciones futuras, pero también que le comunique a Josué, la intención que él tiene:
Escribe esto para memoria en tu libro, y di a Josué que del todo tengo de raer la memoria de Amalec de debajo del cielo (Éxodo, 17:14).
Raer del todo la memoria de Amalec no puede indicar otra cosa que la intención de exterminar a este pueblo. Unos versículos más adelante se expresa con mayor claridad el propósito divino:
Porque mi Ángel irá delante de ti y te introducirá al Amorrheo, y al Hetheo, y al Pherezeo, y al Cananeo, y al Hevero, y al Jebuseo, á los cuales yo haré destruir.(Éxodo, 23:23).
No te inclinarás a sus dioses, ni los servirás, ni harás como ellos hacen; antes los destruirás del todo, y quebrantarás enteramente sus estatuas (Éxodo, 23:24).
No solo fueron guerras con el objetivo de conquistar nuevos territorios, también fueron guerras de exterminio contra los habitantes de las regiones que los israelitas atraviesan tras la huida de Egipto, como relata Josué acerca de la destrucción de Jericó y otras ciudades de la antigua Canaán:
Mas la ciudad será anatema á Jehová, ella con todas las cosas que están en ella (Éxodo, 6:17.). (xiv)
Por ello es oportuno recordar que la Biblia no sólo fue la fuente donde se trató de encontrar el origen de los habitantes del Nuevo Mundo. Cuando invadían territorios y se enfrentaban con pueblos que profesaban otras creencias, los guerreros españoles encontraban inspiración y legitimidad para sus actos criminales en la representación de la voz sacralizada de un ser invisible, todopoderoso e intolerante.
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Todorov relaciona el cataclismo demográfico de los pueblos originarios como consecuencia de lo que define como “un encadenamiento aterrador” (p. 137), ya que el conocimiento y la comprensión en vez de llevar al reconocimiento de la alteridad desencadenó su exterminio. Es decir, los conocimientos obtenidos por los europeos acerca de la cultura de taínos y nahuas sirvieron para controlarlos, y tras el control, despojarlos, sojuzgarlos y destruirlos.
Como ejemplo ilustrativo, Todorov emplea el comportamiento de Cortés, quien después de conocer la cultura y la organización social de los habitantes de Cem Anáhuac arrasa esa sociedad, pese a que ha dejado constancia de su admiración por la capital de los mexicas y por algunas de las obras y costumbres de aquel pueblo.
Cortés no fue, en realidad, un embajador enviado por Carlos V al reino de los mexicas para establecer intercambios comerciales o culturales sino que lo hizo desobedeciendo órdenes de sus superiores, como jefe de una hueste de aventureros decididos a “conquistar” ese reino que tenía, según sus informantes, cuantiosos tesoros.
Si Cortés se empeñó en comprender a Moctezuma II, no fue para establecer relaciones de amistad: su propósito era apoderarse de tesoros y anexar nuevos territorios, esto es, para obtener beneficios económicos, lo cual, como se sabe, es el motor que ha incitado las guerras de exterminio, desde la antigüedad remota a nuestra era posmoderna. Cortés tuvo en todo ello éxito, y por ello fue perdonada su desobediencia y luego mitificadas sus acciones. Como escribe Todorov, desde aquella época,
Europa occidental se ha esforzado por asimilar al otro, por hacer desaparecer su alteridad exterior, y en gran medida lo ha logrado. Su modo de vida y sus valores se han extendido al mundo entero; como quería Colón, los colonizados adoptaron nuestras costumbres y se vistieron (p. 257).
En el análisis del primer encuentro entre europeos e indígenas, Todorov distinguió tres dimensiones: axiológica, praxeológica y epistémica (p. 195). Y, según él, estas dimensiones se actualizan cada vez que se produce un encuentro con alguien culturalmente diferente: en primer lugar, definimos a la otra persona como buena o mala, como amiga o enemiga, digna de ser querida o de ser rechazada, es decir, hacemos un juicio de valor (dimensión axiológica).
En tal encuentro también llevamos a cabo una determinada acción: nos acercamos o nos distanciamos, adoptamos los valores de la alteridad o tratamos que se asimile a nosotros (dimensión praxeológica), aunque también cabe una actitud de neutralidad o indiferencia.
En la tercera dimensión (epistémica), conocemos o ignoramos a la identidad distinta a la nuestra. Lo que se puede constatar es que conocer a otra persona no necesariamente nos acerca a ella. Como sucedió hace cinco siglos y como sucede en la actualidad, el conocimiento también funciona como instrumento eficaz para destruir una cultura diferente.
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En los últimos años, países como Alemania y Canadá han asumido los crímenes cometidos durante la época colonial. Mucho indica que España no hará tal reconocimiento, según la reacción rotundamente negativa que causó en el gobierno español la carta enviada por el presidente mexicano al rey de España a principios de 2019 en la que Andrés Manuel López Obrador le solicitaba que se disculpara por los abusos cometidos durante la conquista de México.
Ahora bien, durante la invasión y ocupación de aquellos enormes territorios no solo ocurrieron abusos, conquistarlos fue posible mediante masacres y guerras de exterminio. Hoy en día pocos investigadores cuestionan que la tal llamada conquista de América ocasionó uno de los más grandes descensos demográficos de la historia de la humanidad. Pero de ello poco se habla y menos se escribe en España, quizás porque las elites dominantes razonen como Álvaro Mutis ―laureado escritor y poeta colombiano―, quien ha defendido la tesitura del olvido:
Insistir en esta cantilena [del genocidio] es mostrar una inmadurez histórica alarmante. La historia del hombre sobre la tierra está constituida por una cadena ininterrumpida de genocidios implacables. Volver a ellos y lamentar el desastre que produjeron es tan necio como estéril. (xv)
Pero ¿quién afirmaría que sería necio recordar el holocausto de los judíos y de los romaníes a manos de los nazis, el de los armenios a mano de los turcos o el de los campesinos rusos a manos del Ejército Rojo, o que sería estéril enseñar a las nuevas generaciones las consecuencias de las guerras imperialistas de siglos anteriores? Nunca debería calificarse de necio o estéril aprender de nuestro pasado, por terrible que haya sido. Y cierto es que cada vez hay más voces “inmaduras” que se vuelven hacia esos “genocidios implacables” pero no para lamentarse sino para mantener viva en la memoria las verdades que enseñan los datos sobre matanzas y catástrofes demográficas, tal como lo hizo Tzvetan Todorov.
La historia atroz que desencadenó la llegada de los navegantes europeos a las islas antillanas nos enseña la necesidad de asumir el imperativo moral de reconocer la identidad y la dignidad de nuestras alteridades. Solo así podremos vencer la amenaza siempre presente de las ideologías totalitarias de todo signo.
i T. Todorov, La conquista de América. El problema del otro. [1982]. Siglo XXI. México. 2001.
ii Según el sociólogo y teórico político peruano Aníbal Quijano, “La colonialidad es uno de los elementos constitutivos y específicos del patrón mundial de poder capitalista. Se funda en la imposición de una clasificación racial / étnica de la población del mundo como piedra angular de dicho patrón de poder, y opera en cada uno de los planos, ámbitos y dimensiones, materiales y subjetivas, de la existencia cotidiana y a escala social”. A. Quijano, Cuestiones y horizontes: de la dependencia histórico-estructural a la colonialidad/descolonialidad del poder, p. 285. clacso. Buenos Aires. 2014.
iii Alexis Diomedi Pacheco,“La guerra biológica en la conquista del nuevo mundo” en Revista Chilena de Infectología, 20 n.1, pp.19-25. Santiago. 2003.
iv R. Pi Hugarte, Los indios del Uruguay, p. 138. Banda Oriental. Montevideo. 1998.
v R. Pi Hugarte, ibidem.
vi Andy Robinson, “Las epidemias genocidas han crecido en la segunda mitad del siglo XX”. (La Vanguardia, 12/04/2020. Disponible en: https://www.lavanguardia.com/internacional/20200412/48434439728/indigenas-ante-la-cruz-y-el-virus.html.
vii La población estimada hacia el 1500 de estas ciudades varia, de 100 000 a 200 000 para Cusco y de 200 000 a 500 000 para Tenochtitlan. De lo que no cabe duda es que estaban entre las ciudades más grandes del mundo a principios del siglo xvi.
viii G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal [1837]. Prólogo de J. Ortega y Gasset. Versión de J. Gaos. Alianza. Madrid. 2001, p. 171.
ix T. A. Van Dijk, Dominación étnica y racismo discursivo en España y América Latina. Prejuicios e ideologías racistas en Iberoamérica hoy en día, p. 84. Barcelona. Gedisa. 2009.
x Van Dijk, op. cit, p. 85.
xi Rafael Altamira, El Texto de las Leyes de Burgos de 1512. Dec., 1938, No. 4, pp. 5-79. Pan American Institute of Geography and History.
xii El Requerimiento de Juan López de Palacios. Disponible en: https://www.historiagt.org/articulos/item/41-el-requerimiento.
xiii Sören Wibeck, Religionernas historia. Om tro, hänförelse och konflikter [Historia de las religiones. Sobre fe, exaltación y conflictos], p. 43. Historiska media. Lund. 1996.
xiv En el Antiguo Testamento, “anatema” significa condena al exterminio de las personas o cosas afectadas por una maldición atribuida a dios. La Santa Biblia. Antiguo y Nuevo Testamento. Antigua versión de Casiodoro de Reina (1569) revisada por Cipriano Varela (1602). Otras revisiones: 1862 y 1909. Sociedades Bíblicas en América Latina.
xv Á. Mutis, “12 de octubre. La celebración imposible”. El País 12/10-2002. Madrid.